Pacheco Padilla José Horacio

Rut:

Cargos:

Grado :

Rama :


Venganza sin uniforme

Fuente :lanacion.cl, 7 de Septiembre 2008

Categoría : Prensa

Un equipo de LND recorrió 2.500 kilómetros, en tres regiones del sur de Chile, para escudriñar en los secretos de las matanzas más feroces de campesinos ocurridas en la dictadura. Detrás de esos crímenes estuvieron terratenientes, comerciantes y vecinos que hicieron la guerra sucia aliados con militares y carabineros. A 35 años de estos crímenes, y a pesar de que en algunos casos ha llegado la justicia, la mayoría sigue libre y aún recorren como amos y señores los campos, pueblos y caseríos del país.

Fue la venganza que aterrorizó poblados enteros, amparada cada vez en la oscuridad de la noche. Los autores de los crímenes de campesinos y trabajadores de otros oficios fueron civiles amos del lugar, que tras el golpe militar y aliados con los militares y la policía uniformada, decidieron la vida y la muerte de las víctimas que eligieron. Algunos actuaron disfrazados con atuendos de guerra, preparados y decididos a exterminar a quienes habían defendido sus derechos contra la explotación instalada desde siempre en los campos. A veces, desde antes de la asonada golpista, ejercieron tareas paramilitares junto al movimiento de ultraderecha Patria y Libertad. Otros actuaron vinculados a distintos grupos de corte fascista organizados para oponerse por la violencia a las conquistas de los trabajadores en los años del sueño socialista. Pero todos respondieron con el odio de presenciar cómo sus eternos súbditos y servidores de sus deseos reproductores de la fortuna, les ganaban terreno contrarrestando humillaciones y atropellos de su dignidad y la de sus familias. Especialmente al interior de los fundos donde la ley era el patrón.

Historias dramáticas donde en algunas ocasiones los mismos padres o parientes culparon a los suyos por involucrarse en las luchas sindicales por mejoras laborales, justificando a sus patrones, a estos activistas civiles y a los militares, por haberles dado caza y hacerlos desaparecer.

En cada ciudad, en cada pueblo o caserío precordillerano donde la muerte llegó vestida de civil o disfrazada de verde olivo, el terror infundido por la mano de estos poderosos permanece hasta ahora. Sus habitantes se muestran hostiles a las preguntas sobre aquellos tiempos. Invocan el olvido por el paso del tiempo, o simplemente confiesan mirando alrededor que todavía temen a que regrese el azote que llenó de sangre las calles y senderos rurales.

Algunos de estos civiles autores de las masacres todavía se pasean por los mismos recorridos que frecuentan los familiares de los caídos para comprar el pan del día. A veces los escupen al pasar, insultándolos por haberlos llevado a sentarse en las bancas de los acusados en un tribunal.

Las madres o hermanos que se atrevieron desde temprano a vencer el miedo de la amenaza constante persiguiendo judicialmente a estos hechores, sufrieron el doble castigo de perder a los suyos y recibir el desprecio de sus vecinos. Y hasta de los propios compañeros de combate de sus deudos, que cruzaron al otro lado de la vía para esquivar aquellos ojos tristes y desamparados que nunca dejaron hasta hoy de buscar a sus desaparecidos.

La Nación Domingo recabó la lista de los 51 civiles procesados o condenados por el secuestro y desaparición, o por los homicidios, de operarios del campo y otros que ejercían múltiples oficios. Del total, 15 corresponden a alemanes de Colonia Dignidad, que no son abordados en este reportaje porque sus andares son conocidos. Sin embargo, en la gran mayoría de los otros 36, sus identidades y acontecimientos permanecen todavía desconocidos públicamente.

El equipo de tres periodistas de LND recorrió 2.500 kilómetros y cruzó tres regiones entre Osorno y Los Ángeles, incluyendo zonas precordilleranas, para rehacer la ruta de la venganza. Todo sucedió en medio del temporal más grande de los últimos 30 años, que dejó 17 mil damnificados, sorteando con su vehículo carreteras y caminos interiores inundados.

Miguel Ángel Fuentealba tenía cinco años cuando el 10 de octubre de 1973 el negro de la noche se tiñó de rojo en el caserío de Liquiñe, 150 kilómetros al este de Valdivia, cerca de la frontera con Argentina. A su padre lo llevaron junto a otros diez campesinos sobre el puente del río Toltén en Villarrica, le dieron varios tiros y le abrieron el vientre con corvo para que su cuerpo no flotara y desapareciera en la corriente.

Miguel, hoy en los cuarenta, por muchos años no supo qué pasó con su padre, Isaías. Por las tardes se peinaba bien, se ponía su mejo r ropa, "y bien lustradito me sentaba en un sillón que había afuera de la casa a esperar que mi viejo volviera en la micro del fundo en la que siempre llegaba". Tartamudea un poco, lo que le sobrevino desde entonces, mira a los ojos, y de repente su voz se hace más leve por la emoción del recuerdo. Afuera, en las calles de Villarrica, donde lo encontramos en un café, la lluvia es imponente.

Luis García Guzmán era el hijo de Julián, dueño de las Termas de Liquiñe, rabiosos anticomunistas ambos. La hostería y cabañas del complejo sirvieron de cuartel general para la cacería. Allí, Luis García y su padre, ya fallecido, le hicieron la lista de quiénes había que cazar al capitán Hugo Guerra Jonquera, que llegó con fuerzas militares de Valdivia. Los García pusieron también los vehículos para transportar a los detenidos hasta su destino final.

Once campesinos de los fundos Paimún, Trafún y Carranco sufrieron la condena que les impusieron estos amos y señores del pueblito.

El Complejo Forestal y Maderero Panguipulli, al que pertenecían los tres predios, la mayor área maderera en hectáreas y poder de los campesinos de la historia de Chile, fortalecido durante el Gobierno de Allende con José Liendo Vera, el "comandante Pepe", como su principal líder, fue temido entonces por los terratenientes de la precordillera de la X Región. Ahora era el tiempo de la reversa, cuando había que cobrar en vidas.

Pero esa noche la esposa de Luis García, María Hernández Calderón, vio todo. Veinte años después, García la abandonó con sus dos hijos por otra mujer, y fue ella quien ahora se vengó y denunció lo que presenció aquella noche de octubre: los once campesinos amarrados y vendados arriba de los vehículos de los García, y su marido manejando, uno de ellos vestido de militar. Ella vio salir desde la hostería el convoy de la muerte destino al río Toltén.

Refugiados de la lluvia bajo el alerón del edificio donde habita en Villarrica, María habló con LND para contar su desdicha. Pero después de su confesión a la justicia en 2005, García la visitó y con amenazas la obligó a firmar una carta desdiciéndose de sus declaraciones donde relató lo sucedido.

"Le firmé la carta para que me dejara tranquila, porque era prepotente, ya nadie lo quiere por eso". Pero meses después, la mujer arremetió de nuevo y volvió a ratificar sus dichos en el proceso que se instruye por este episodio. Sorprende su entereza y valor, y sus ideas claras. Huimos del frío y la lluvia y nos acompaña a tomar chocolate caliente para entibiar los recuerdos amargos.

Como una jugarreta del destino, Luis García, que también fue "alguacil" de Carabineros, bautizó su actual negocio de maderas nativas con el nombre de uno de los fundos de la tragedia: "Maderas Nativas Paimún S.A.", en la carretera entre Villarrica y Lican Ray. Allí lo buscamos sin suerte. Su mujer dice que está en Santiago.

Miguel Ángel, uno de los cinco hijos que dejó su padre, Isaías, no oculta que por mucho tiempo pensó en matar a los García cuando años después supo la verdad. De adolescente debió trabajar en las termas porque eran los únicos que en el villorrio daban trabajo. Su madre, Honorinda, también sirvió para los señores. Y los García con sus compinches militares siguieron acudiendo a festejar y cantar con la guitarra a la fonda de su abuela en Liquiñe.

"Hay todavía una esperanza de que él vuelva, aunque sé que es irracional Mi hija me dice a veces: ¿y si el abuelo está vivo en otro país? Es que la mente es tan extraña", divaga Miguel Ángel, mirando por la ventana del café a la calle mojada.

En octubre de 1994, los García vendieron el complejo turístico a la Armada, que lo adquirió en 196 millones de pesos, bajo la lupa del notario de Panguipulli Leonardo Calderara.

Consultado el comandante en jefe, almirante Rodolfo Codina, afirmó desconocer el trágico pasado de lo que ahora es un sitio de esparcimiento para oficiales y gente de mar. "Desconozco si estas termas tenían alguna vinculación con violaciones de los derechos humanos", respondió el almirante a LND.

En Liquiñe, las tías de Miguel Ángel, Gloria y Marta, se sorprenden con nuestra llegada a preguntar por aquel pasado que ellas y todo el pueblo quisieran enterrar para siempre.

Suenan violentas las expresiones de cariño hacia "el abuelo Julián" y "don Lucho", los García que ayudaron a matar a su cuñado Isaías. Marta es directa: "Él se lo buscó, para qué anduvo metido en tonteras", sentencia en defensa de los amos del caserío. Y completa el sentimiento advirtiendo que fue Isaías el verdadero culpable de su propia muerte y no los García. Las palabras de la mujer parecen su propia sentencia en el almacén donde la encontramos. Su hija también habla familiarmente del "abuelo Julián" como si fuera el suyo propio.

Hace un par de años, el pueblito de Liquiñe salió a las calles con banderas y pancartas para apoyar a Luis García, después de que éste fue condenado en primera instancia a cinco años y un día como autor de los secuestros y desaparición de los campesinos. "Don Lucho" llegó pidiendo firmas de apoyo en su favor, y casi todos los 1.200 habitantes del lugar lo respaldaron y abrazaron.

Es la vida real y contradictoria de estas aldeas donde a veces parece que ni el mismo Cristo llegara todavía. Tan contradictorio como el cielo tormentoso que de repente se abre en un descanso del diluvio, y en medio de la oscuridad, la soledad y el silencio más pleno nos devela su manto de estrellas y constelaciones que sobrecogen y que contemplamos entumidos, con respeto a la inmensidad y al misterio de ese universo del sur.

Bajando hacia el norte, en la VIII Región, está Santa Bárbara. Desde ahí, más de 30 kilómetros hacia la cordillera, un interminable camino sinuoso, lleno de barro y plagado de bosques forestales, termina en el imponente fundo El Huachi. Lo antecede sólo el caserío del mismo nombre, humilde a su alrededor, que parece una prolongación azarosa del campo propiedad de la familia Barrueto Barting. No es casualidad que todos los conozcan, ya que muchos de los lugareños trabajan sus tierras y se instalaron ahí buscando una forma de subsistir.

Para llegar hasta el fundo donde viven los hermanos Manuel y Ricardo Barrueto sólo basta con pronunciar su apellido y los brazos se alzan siempre en la misma dirección, profundo hacia los bosques. Ya al interior de la propiedad, una de las empleadas de la casa con impresionante vista al río Huequecura nos cuenta que "el patrón" salió de mañana, debido a que tiene otro domicilio en Los Ángeles y que alterna su permanencia entre ambos lugares. "Está algo enfermo, partió a hacerse unos exámenes, lo más probable es que llegue mañana o pasado", dice con amabilidad.

Tras la desalentadora respuesta, la vuelta hacia Santa Bárbara se hizo inevitable. Luego de avanzar por colinas escarpadas, apareció el camino que indicaba la salida del fundo. Pero el portón está bloqueado por una moto todo terreno que se encuentra atravesada, como si fuera un pino más de los miles que los Barrueto tienen en su predio dispuestos para la tala. A un costado del vehículo, un hombre alto espera en actitud amenazante. Tiene pelo cano, ojos secos y el rostro envuelto en un par de mejillas pálidas. Usa un jockey rojo y con la mirada baja se acerca inquisidor. En una mano lleva una cámara fotográfica digital; la otra se posa sobre un bulto ubicado en su cintura. Luego de escrutar el automóvil y a sus integrantes, su pequeña boca cuenta escuetamente que es Ricardo Barrueto Barting.

No lo reconoce, pero él es uno de los dos hermanos que actualmente se encuentran procesados por el secuestro de seis campesinos, recién ocurrido el golpe, todos ellos empleados en su fundo

Sin más trámite nos expulsa de la propiedad; no hay más preguntas. "Acá no se entra sin mi permiso", sentencia. Toma una fotografía de nuestro automóvil y de la patente, mientras nosotros lo inmortalizamos de vuelta con nuestra cámara.

Veinticuatro horas más tarde nos enteraríamos que a la empresa Seellmann Rent a Car llamó un supuesto detective de la Policía de Investigaciones, donde fue arrendado el vehículo, para pedir los datos de los arrendatarios, argumentando que había sido utilizado "por activistas mapuches para causar disturbios".

Doña Norma Panes conoce bien las tretas de Ricardo Barrueto. En 2006 luego de que el ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción Carlos Aldana asumiera varias causas de derechos humanos en la zona del Biobío tuvo un careo con él. Se dio en medio de la reconstitución de la escena por los 20 secuestros de obreros y campesinos que sufrió la localidad de Santa Bárbara entre septiembre y octubre de 1973 y que tienen hasta ahora a muchas familias sin conocer el paradero de sus padres, maridos, hijos o hermanos. Ahí, frente a su rostro, Ricardo le señaló que la noche en que su marido, Miguel Cuevas Pincheira, "fue sacado de la casa en calzoncillos por hombres uniformados", él no estaba ahí.

Pero ella asegura que los Barrueto fueron parte del grupo de civiles que, disfrazados de militares, se llevaron a su marido en medio de la noche del 20 de septiembre. Norma Panes dice que los vio claramente y también su hija. Al mostrarle la foto actualizada (ver imagen) que obtuvimos de Ricardo Barrueto, Norma no duda: "Es él". Su rostro, como el de Manuel, quedaron grabados en su memoria con tanta fuerza como aquellos años en que su marido fue un trabajador más del fundo El Huachi, labor que alternaba con su oficio de zapatero.

Los testimonios de las familias de seis campesinos más que trabajaban en El Huachi, secuestrados el mismo día y en horas cercanas, permitieron que en 2002 se procesara a los Barrueto y a los civiles Sergio Fuentes Valenzuela, Jorge Domínguez Larenas y los también hermanos Jorge y José Valdivia Dames, quienes conformaron una verdadera mini-Caravana de la Muerte. Norma lo grafica de la siguiente forma: "Ese día lo que hizo el grupo de civiles, todos ellos miembros de Patria y Libertad, junto a los carabineros fue, literalmente, limpiarle el campo a los Barrueto".

Luego, un recuerdo de los años posteriores a la desaparición de su marido viene a su mente: "Todos ellos eran amigos entre sí. En una ocasión, en plena dictadura me topé con un par en una esquina. Como sabían que yo todavía buscaba a mi marido, me escupieron a la cara", dice.

La actitud de los Barrueto, al parecer, no es muy distinta. Tras mover la motocicleta para dejar libre la vía, minutos después, uno de los campesinos nos hizo dedo para acercarlo a la carretera que une Ralco con Los Ángeles. En el camino contó que Barrueto le había consultado si sabía de quién era el vehículo blanco que había ingresado sin permiso al fundo. Y nos advirtió sobre Ricardo: "Cuando los vio entrar a ustedes dijo que de aquí no salían". El joven, un sencillo trabajador forestal, con lucidez agregó que "es un hombre malo, prepotente, un carajo como patrón, que paga apenas para subsistir. Se aprovecha del sufrimiento y la necesidad del trabajador".

Actualmente, los civiles responsables de la matanza permanecen procesados.

Luego de ejecutarlos, la mayoría fueron lanzados al río Biobío desde el puente de Santa Bárbara.

Unos pocos kilómetros al sur de Santa Bárbara, en Mulchén, otra ola de secuestros se llevó a cabo gracias al trabajo coordinado de civiles y Carabineros. Organizados de la misma forma, pero en esta ocasión vestidos con sus ropas, llegaron en la noche a buscar su venganza. Una de ellas recayó sobre el obrero y dirigente de un sindicato campesino José Orellana Gatica. Sus aprehensores: Rolf During Pohler y Samuel Arriagada Domínguez, más el contingente policial a su servicio. El motivo era claro: el obrero trabajaba dentro del fundo Verdún (nombre que alude a la sangrienta batalla de la Primera Guerra Mundial protagonizada por alemanes y franceses), cuyos dueños eran los padres de During.

La esposa de José Orellana, Sara Mendoza, recuerda que la noche del 28 de septiembre del ‘73 el piquete llegó afuera de la casa que tenían al interior de la propiedad patronal. Sin preguntar abrieron fuego y luego de unos instantes botaron la puerta. Tomaron a su marido y lo sacaron a la fuerza. No le fue difícil reconocer a During y a Arriagada, ya que siempre los veía juntos dentro del fundo. Desesperada, salió con un candelabro, pero de un balazo lo volaron de su mano. El padre de José, quien también vivía ahí y trabajaba para los During, no se levantó. Su esposa le rogó que intercediera a favor de su hijo, pero el hombre, fiel a su patrón, le contestó que se callara y siguiera durmiendo. Pocos días después, el hombre echó a Sara del fundo y continuó trabajando para los During durante toda su vida. En ese momento ella tenía 21 años y seis meses de embarazo.

Para el equipo de LND fue imposible dar con Rolf During, ya que se mueve entre varias propiedades que mantiene entre la VIII, IX y X Región. Sin embargo, encontramos a su hasta ahora inseparable amigo, Samuel Arriagada, con quien viajó en el mismo vehículo a declarar por este caso a la Corte de Apelaciones de Concepción.

También hijo de latifundistas, pero hoy venido a menos, Arriagada no figura en ningún registro público. Sólo la casa a nombre de su hermana nos alerta sobre su posible presencia. Es una casona de madera, antigua, ubicada en la esquina de las calles Soto y Villagrán. En un pequeño almacén, ubicado a un costado, nos confirman que en esa casa vive Samuel Arriagada y que si bien es un personaje poco afable, no saben que esté involucrado en crímenes cometidos durante la dictadura.

Ante la presencia de una cámara fotográfica, de todas las personas que pasaron por el lugar, el único que puso mirada sospechosa y se molestó cuando fotografiaban el frontis de la casa fue un tipo de unos 65 años, que vestía casaca y blue jeans. A los pocos segundos ingresa al domicilio y ya no queda duda: es Samuel Arriagada.

Consultado por su situación procesal, al principio negó estar involucrado en ningún juicio. Al recordarle que estuvo detenido varias semanas, en 2003, dice no tener nada que ver y que no confía en la prensa. No aceptó más preguntas, sólo se mantuvo con la vista fija hasta que nos perdimos de su esquina.

Su hermetismo silencioso contrasta con la imagen que se llevó Sara cuando se careó con él. "Le faltó sólo pegarme", recuerda. Pero ella nunca se achicó. "Cada vez que los encontraba en el banco o en algún lugar, yo llegaba con mi hijo en brazos y le decía, sobre todo a Rolf: ‘Mátame a mí también’. Él siempre se limitaba a bajar el rostro. Su madre llegó a ofrecerme dinero para que yo dejara de acusarlos. A mí eso no me interesaba. Ni un peso les acepté", cuenta la mujer de ojos negros y sonrisa tierna.

La actitud combativa de Sara es aislada. Los hermanos de José, por ejemplo, se negaron a realizarse exámenes de ADN en el Servicio Médico Legal para determinar si algunos de los restos óseos encontrados en diversas partes de Chile pueden coincidir. "Tienen miedo de que el golpe vuelva y arrasen con todo nuevamente", advierte Sara.

De todas formas, para ella siempre pudo más la añoranza de volver a encontrar a su marido. A pesar de que vivió 20 años con otro hombre y tuvo un hijo con él, no duda en mostrar sus cartas. "Elijo a José cien veces. Mis mejores momentos son cuando sueño con él. Estoy a su lado y me dice que deje de buscarlo. Ahí lo escucho y soy feliz. Cuando despierto todo cambia", cuenta.

Aunque ninguno de los dos confesó el secuestro, actualmente Samuel Arriagada está condenado en primera instancia a cinco años y un día de presidio por el secuestro calificado de José Orellana. A Rolf During, en tanto, se le impusieron 10 años. El motivo es que el descendiente de alemanes guarda otro muerto bajo la mesa. En este último caso sí reconoce que fue uno de los que apretó el gatillo.

En su declaración judicial ante el ministro con dedicación exclusiva Carlos Aldana, Rolf During reconoció que el 28 de septiembre, mientras hacía guardia de apoyo a Carabineros, recibió a Jorge Narváez Salamanca, quien llegó detenido en compañía de "un grupo de personas". No recuerda quiénes eran. Posteriormente, relata During, subió a un auto y se sentó al lado de Narváez hasta que llegaron al retén de Quilaco, un pequeño pueblo ubicado a pocos kilómetros de Mulchén. Ahí los esperaba el teniente de Carabineros Jorge Maturana (también condenado). Luego de una hora de espera, lo llevaron hasta el puente Quilaco, ubicado sobre el río Biobío, lo sentaron sobre una de las barandas y luego procedieron a ejecutarlo.

El otro civil que estuvo presente en la escena del crimen, José Horacio Pacheco Padilla, también declaró que During fue uno de los tres que disparó. Respecto de su participación, señaló que participó de la detención y que, como no estaba armado, sólo fue testigo ocular.

Sin embargo, Pacheco Padilla era compañero de colegio en el Liceo de Hombres de la ciudad de Jorge Narváez (iba un curso más arriba), pertenecía al grupo Patria y Libertad y también al grupo de apoyo civil a Carabineros. Por otro lado, Narváez tenía entonces 15 años, militaba en el MIR. De ahí que la evidencia judicial apunta a que fue él quien entregó el nombre de su compañero.

Cuando se pregunta por José Pacheco, en Mulchén su nombre suena conocido. "Maneja un colectivo de esos de letrero amarillo", comenta un vecino. La descripción agrega que trabaja para la "línea número 2", que tiene su garita al final de la calle Victoria, casi en el límite urbano de la pequeña ciudad. Es una casucha verde de madera, rodeada de los clásicos vehículos negros que llegan y se van. El resto de los colectiveros dicen que Pacheco maneja un Chevrolet Corsa, el único que hay en la línea. Además, todos cuentan que es un tipo afable y simpático. Ninguno de ellos reconoce saber que tenga algún tipo de problemas con la justicia. Lo consideran un hombre tranquilo que vive junto a su familia.

Tras unos minutos de espera, el vehículo aparece. De su interior desciende un tipo de unos 52 años, robusto, panzón, canoso y de bigote. Se apresura a indagar el motivo de nuestra presencia. "Una carrerita hacia Los Ángeles", le respondemos como excusa para saber cómo se desenvuelve a pesar de su pasado. Decide posar junto a su vehículo, con absoluto relajo.

En más de 32 años, nadie, excepto uno o dos familiares de las víctimas, le recordó su crimen: haber sido parte de un grupo de voluntarios que detuvieron ilegalmente a Jorge Narváez Salamanca, y participar en su ajusticiamiento.

Al igual que Rolf During, durante años Pacheco negó su participación en la muerte de Narváez. Sólo en los últimos años la memoria se le ha refrescado. Actualmente está condenado a cinco años y un día. Si se confirma su sentencia de primera instancia, tendrá que ir a prisión. During también.

La metralla y el zumbido de las balas rompían el silencio de la noche del sur. Hoy, a medianoche, en los rincones de la X Región se sigue oyendo el batir de los árboles resistiendo el viento, las gotas de agua que caen desde las ramas y el murmullo de la fauna nocturna. La noche del 16 de septiembre de 1973 fue una de aquellas donde no fueron los truenos los que rasgaron la naturaleza, sino las ráfagas de las armas de uniformados y civiles que se descargaban contra campesinos, que eran parte generacional de esa naturaleza.

Esa misma fecha, a la misma hora, la familia Valderas se preparaba para dormir. Aunque habían sabido del golpe en Santiago, ellos no pensaron que las caravanas de la muerte que se desataron en el país podrían llegar hasta ellos. Es más, los 16 hermanos que componían la familia comenzaban a llegar para juntarse los días de Fiestas Patrias.

Todo esto hasta que se oyeron los pasos de varios hombres que se venían sobre la humilde vivienda, ubicada a 200 metros del camino que bordeaba el lago Puyehue. Flavio, el hijo mayor, se topó casualmente a mitad de camino con el grupo, cuando se dirigía a la letrina. "Alto ahí, buscamos a Flavio Heriberto Valderas, no te movái conchetumadre; te vamo a matar, culiao", dijo un carabinero. Un culatazo le quebró el arco superciliar derecho al joven y le desprendió parte de la piel. "Mi madre dijo que se le había salido el ojo del golpe", relata su hermana Luz Marina.

En su sencilla casa, ubicada en calle Diego de Almagro, ella relató a LND que "mi hermano era un chiquillo tranquilo, trabajador, que hacía un par de semanas se había peleado con un carabinero, y éste lo había amenazado. Esa noche, Barrientos acompañó a la patrulla de Carabineros, los guió y les facilitó vehículos. También les indicó donde vivía ‘Cantarito’ y entró con el destacamento para señalarlo, porque también pensaba que mi hermano le había trancado la puerta de su casa para molestarlo".

Consta en el expediente del caso que Flavio Heriberto nunca tuvo una actividad política y que su muerte, más bien correspondió a una venganza personal.

Pero Luz Marina Valderas no ha olvidado ninguna de las numerosas ocasiones que ha tenido que encontrarse con Jorge Barrientos Camadro, en Osorno. La justicia dice que fue uno de los responsables del secuestro y posterior desaparición de su hermano Flavio Heriberto, a quien apodaban "Cantarito".

Actualmente, Barrientos es un tipo que viste siempre con chaqueta, blue jeans y botas. Usa un sombrero de huaso y se moviliza en un todo terreno. Tiene dos fundos: uno en Puerto Octay y otro en Puyehue. Su vida, en los últimos 35 años, ha sido tranquila, a excepción de sus constantes arrebatos violentos y su conocido mal genio. El ex dueño de la Radio Sago, Pedro Burgos, relató a sus cercanos sobre una reunión en el club de caza y pesca local, donde asistió el sujeto. El anciano relató cómo Barrientos sacó de su cintura una pistola para disparar al aire porque no estaba de acuerdo con una decisión. Así ha pasado su vida, entre los fundos, la Feria Tattersall de ganado y, recientemente, desfilando por tribunales y pasando un tiempo en la cárcel.

Luz Marina hace muchos años que trabaja para el senador Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Ella cuida el departamento que el legislador mantiene en un céntrico edificio. Pero también trabaja, desde hace años, como garzona en eventos.

"Una vez me tocó el cóctel de inauguración de una planta de secado de Soprole. Yo servía en una bandeja y tuve pasar por su lado. Me conoció y me botó la bandeja de un manotazo", recordó la mujer.

Tampoco dice olvidar el odio con que la miró la mañana en que, nuevamente por casualidad, pasaba a dejar las llaves de su camioneta a un puesto de flores, antes de partir a Concepción, donde le esperaban varios días de prisión preventiva, el único tiempo que ha estado privado de libertad por la desaparición forzada del campesino.

Luego del recorrido, constatamos que a 35 años de las matanzas, estos "señores" siguen siendo los amos de sus pequeños reinos, cuyos súbditos les siguen temiendo, como si fuera hoy esa misma fatídica noche que muchos habrían preferido no vivir.