Berríos Sagredo Eugenio Antonio

Rut:

Cargos:

Grado :

Rama : Civil

Organismos : Dirección Nacional de Inteligencia (DINA)

Año Fallecimiento : 1992


La mano del Ejército

Fuente :El Siglo 28 de Octubre 2002

Categoría : Prensa

"Hermes" era el alias usado por Eugenio Berríos como agente de la DINA: fue asesinado entre enero y marzo de 1993 y su cuerpo fue finalmente encontrado en abril de 1995 en la playa El Pinar, sepultado boca abajo, como se hacía con los traidores en la Edad Media.

Como dicen en las familias de la mafia: "este hombre sabía mucho". Básicamente por eso fue asesinado el brillante y tenebroso químico de la DINA Eugenio Berríos, llevándose consigo secretos sobre los asesinatos de Orlando Letelier, Carmelo Soria, los intentos de eliminar a varios enemigos uniformados de Manuel Contreras Sepúlveda, el proyecto de quitar el olor de la cocaína y el extraño fallecimiento de Eduardo Frei Montalva. No fue el único eliminado por sus "camaradas de armas" para ocultar estos delitos. Extraños suicidios y desapariciones acompañan esta historia de intriga y ocultamiento en que la principal rama de las Fuerzas Armadas aparece implicada hasta "más arriba del paracaídas".

"Suicidio" y desaparición uniformada

El 22 de octubre de 1977, tras ser visitado por altos oficiales de la DINA entre quienes estaba Manuel Contreras, apareció muerto en su domicilio el Director del Departamento Consular del ministerio de Relaciones Exteriores, Carlos Guillermo Osorio Mardones. La versión oficial habla de suicidio, pero todos los datos apuntan a un asesinato para impedir que declarara en el juicio contra la DINA por el atentado que cobró la vida de Orlando Letelier y Ronnie Moffit en Estados Unidos. El funcionario de la dictadura había sido Ministro Consejero en la embajada chilena en Argentina al momento del bombazo contra el general Carlos Prats y su señora, pero su decisiva participación en la entrega de pasaportes falsos a Michel Townley y Armando Fernández Larios, quienes viajaron a EE.UU. bajo los nombres de Williams Rose y Alejandro Romeral, lo implicaba directamente en el Caso Letelier.

Pero un caso aun menos conocido, el de Guillermo Jorquera Gutiérrez, aparece directamente relacionado con el final trágico de Berríos. Jorquera era un efectivo del Ejército destinado a la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), que fue detenido el 23 de enero de 1978, alrededor de las 16:30 horas, cuando intentaba asilarse en la Embajada de Venezuela, ubicada en calle Bustos 2021, comuna de Providencia. La acción fue frustrada por el carabinero de punto fijo Carlos Garrido Sotomayor, quien procedió a detenerlo y conducirlo a la 14ª Comisaría de Carabineros, hoy denominada 19ª. En el cuartel policial, el Comisario Mayor Julio Mardones Ferrada, al enterarse de que se trataba de un militar, lo puso a disposición del capitán de Ejército Adolfo Fernando Born Pineda, también de la DINE, junto con el arma de fuego y la tarjeta de identificación militar (TIM) que portaba. Born lo trasladó hasta las oficinas del Director de la DINE, general de brigada Héctor Orozco Sepúlveda, dejándolo en la sala de espera, mientras él pasó a conversar con el general, quien le informó que Jorquera había sido dado de baja, por lo cual le ordenó le retirara su TIM y "lo despachara", orden que cumplió de inmediato. Orozco precisó en tribunales que había sido dado de baja el mismo día de su intento de asilo. La causa era por "necesidades del servicio", por un supuesto alcoholismo. Sin embargo, en otro oficio, el general Orozco indicó que la solicitud de baja había sido solicitada por la DINE el 22 de diciembre de 1977 a la Dirección del Personal de Ejército, solicitud que se reiteró con fecha 6 de enero de 1978.

Por otro lado, el coronel de Ejército Enrique Valdés Puga, subsecretario de Relaciones Exteriores en esa época, con fecha 29 de julio de 1976 había solicitado al ministro de Defensa los servicios de Guillermo Jorquera, en su calidad de especialista en Inteligencia Militar con experiencias en el área del ministerio de Relaciones Exteriores, para desempeñarse en el Departamento de Seguridad Ministerial. Esta solicitud fue acogida el 27 de agosto de ese año. El 9 de noviembre, el mismo coronel envió un oficio reservado al Director del DINE, informando la excelencia del trabajo realizado por Jorquera como asesor de la sección Análisis y a cargo de "Investigaciones Especiales". En estas funciones se desempeñó hasta fines del año 1977 y nada hacía prever que tuviera intenciones de solicitar asilo, como tampoco había causas aparentes para ello.

La salida de Jorquera coincide con el "suicidio" de Osorio y una herida de bala "accidental" en una pierna que lo mantuvo hospitalizado hasta el 12 de enero de 1978, y con yeso hasta el 20, un día antes de su frustrado asilo. La ex cónyuge de Jorquera afirma que su marido había sido marginado del Ejército "por el extravío de unos documentos del ministerio de Relaciones Exteriores, relacionados con el Caso Letelier". Desde el mismo día en que estuvo en la Dirección de Inteligencia, Guillermo Jorquera está desaparecido. Su familia sufrió diversos actos de intimidación y su esposa, funcionaria de FAMAE, fue despedida por "necesidades de la empresa". La DINE había iniciado la labor de ocultamiento.

Los secretos de "Hermes"

Eugenio "Hermes" Berríos era uno de los favoritos de Manuel Contreras en el trabajo de la DINA. El químico era considerado un genio en la investigación científica y el uso de sus inventos con fines de eliminar enemigos, por lo que fue destinado a trabajar en la casa que servía a Michel Townley como cuartel general, ubicada en la calle Vía Naranja de La Dehesa.

Entre los secretos que murieron junto a Berríos está el destino de las armas químicas que fabricó, entre ellas el gas Sarín, y acciones de tráfico de drogas que podrían involucrar no sólo a delincuentes comunes sino también a autoridades chilenas, peruanas y estadounidenses de ese entonces. Su esposa, Gladys Schmeisser, sabía de su amistad con Jorge Ricardo Alarcón Dubois, un ex detective que trabajaba como agente encubierto de la Drug Enforcement Administration, más conocida como DEA, que es acusada desde diversas partes como la mayor mafia del narcotráfico a nivel internacional. Otro de sus amigos era Máximo Isidro Bocanegra Guevara, un agente peruano de Vladimir Montecinos y narcotraficante que buscaba eventuales canales de comercialización de la cocaína y el trabajo de depurar esa droga en Chile, para lo que los conocimientos de Berríos eran absolutamente necesarios.

También era asiduo visitante de su casa Carlos Wahr Daniel, con antecedentes por robo y estafa en España, que trasladaba cocaína al extranjero para Hernán Monje Defonso, otro narcotraficante de peso. Otras amistades de Berríos eran Luis Gerardo de Azcuénaga González y el químico Samuel Rojas Zúñiga, con quienes "Hermes" buscó la forma de disfrazar la cocaína en forma de boldo en polvo y crearon la boldina.

Tiempo después, en una parcela de Melipilla perteneciente a Máximo Bocanegra, sería encontrado un completo laboratorio para refinar cocaína. En 1993, cuando Investigaciones allanó la casa de Berríos en la comuna de Providencia, halló un laboratorio de ese tipo. Esa misma pista condujo a los policías hasta Iquique, donde encontraron otro similar.

El Proyecto Andrea

En el "rubro" de las armas químicas, se sabe que Berríos tuvo a su cargo el desarrollo del gas Sarín, descubierto por científicos nazis durante la segunda guerra mundial, para convertirlo en un veneno no rastreable y así usarlo en la eliminación de opositores políticos, como también en arma de eliminación masiva en caso de guerra, pues en ese entonces apremiaba la situación con Perú o una posible triple confrontación incluyendo a Bolivia y Argentina.

El Sarín fue probado por lo menos en dos ocasiones: en el caso del asesinato del conservador de Bienes Raíces, Renato León Zenteno, y luego en el de Manuel Leyton, un agente de seguridad que había desobedecido órdenes. Se consideró también su posible utilización para asesinar a Orlando Letelier, para lo cual se introdujo en Estados Unidos un frasco de perfume Chanel Nº5 cargado con este gas. El plan de utilización del gas Sarín fue conocido como "Proyecto Andrea" y participaron otros tres expertos de los que sólo se conoce su nombre clave: Gaviota, Canario y Dag. Uno de ellos podría ser el bioquímico Francisco José Oyarzún Sjoberg.

Eugenio Berríos tenía una poderosa imaginación en materia de procedimientos letales. Dudaba si efectivamente el Sarín era indetectable, pues sabía que un elemento químico extraño puede ser rastreado con procedimientos cada vez más sofisticados. Por eso pensaba en un sistema "más natural" que matara sin dejar huellas (Ver recuadro).

La "Unidad Especial"

Cuando comenzaron a avanzar las investigaciones por crímenes de lesa humanidad, ya terminada la dictadura, se constituyó al alero de la DINE encabezada por Hernán Ramírez Rurange la denominada "Unidad Especial", organismo que se dedicaría a la protección de los inculpados y sus mandos. Todos los procesados por el asesinato de Berríos están relacionados con esta unidad operativa (ver recuadro).

La "Unidad Especial" se encargaría de sacar del país a Carlos Herrera Jiménez, cuando comenzaba a cerrarse el cerco del proceso por la muerte de Tucapel Jiménez; también a Luis Sanhueza Ross cuando éste partió rumbo a Argentina y luego a Uruguay, a fines de 1992, al ser conocida su autoría en la muerte del empresario Aurelio Sichel, financista de La Cutufa, y su participación en el asesinato de Jécar Neghme.

En el caso de Eugenio Berríos, el plan incluyó un viaje hasta Punta Arenas, una salida vía terrestre a Argentina y luego el traslado en barco hasta Montevideo, donde estuvo un tiempo junto a Herrera Jiménez. Para llevarle el sueldo a Berríos, que habría ascendido a tres mil dólares por mes, llegaban hasta Uruguay tanto Arturo Silva como Jaime Torres Gacitúa, acompañados del teniente (R) Raúl Lillo Gutiérrez.

Berríos fue enterrado en Chile el 9 de octubre pasado, pero su historia conocida y por conocer seguirá dando que hablar por mucho tiempo. La mano del Ejército aquí puso su firma.

Las sospechas de los Frei

Tantas han sido las sospechas de la familia Frei que apuntan al posible asesinato del ex Presidente Eduardo Frei Montalva, que finalmente presentaron una querella por asociación ilícita y obstrucción a la justicia ante el Sexto Juzgado del Crimen de Santiago, el mismo en que la magistrado Olga Pérez instruye el caso Berríos.

Una enfermera, testigo de esos días que prefiere mantener su nombre en reserva, relata que la Clínica Santa María era visitada frecuentemente por uniformados, quienes se paseaban en actitudes sospechosas, hasta que un día todo el personal de turno fue desalojado del piso en que estaba internado el ex Presidente, ingresando personas extrañas a la clínica. Luego de eso, Frei Montalva falleció.

Frei se había internado en noviembre de 1981, para operarse de una molesta esofagitis producida por una hernia al hiato, enfermedad crónica no mortal y ni siquiera grave. Tenía 71 años y se mantenía en perfectas condiciones físicas y mentales, aparecía como uno de los más conocidos opositores al régimen militar, luego de encabezar la campaña para votar No en 1980, cuando fue aprobada fraudulentamente la Constitución que rige hasta hoy. Tras el atentado sufrido por sus amigos Bernardo Leighton y Anita Fresno en Italia, Frei se pasó definitivamente a la oposición y entabló conversaciones reservadas con el Partido Comunista, que desde el primer minuto buscaba alianzas amplias en contra de la dictadura.

Luego de la agotadora campaña, que culminó con él como orador central en un atiborrado Teatro Caupolicán, decidió operarse. Hizo consultas con médicos chilenos sobre la conveniencia de hacerlo en el país y le fue garantizada la existencia de condiciones técnicas equivalentes a las de Estados Unidos.

Fue operado por un equipo dirigido por el doctor Alejandro Larraín, secundado por un grupo de médicos de alto nivel. Días más tarde aparecieron complicaciones, una obstrucción intestinal por adherencias peritoneales, que obligaron a una nueva operación el 6 de diciembre. Todo parecía todavía bajo control, pero se desencadenó un proceso infeccioso derivado del virus Proteus Providence, según se dijo, que motivó otra operación de urgencia. El cuadro patógeno no fue conjurado. Otra operación el 17 de diciembre marcó el comienzo del fin. Murió el 22 de enero de 1982.

En esos mismos días comenzaron los rumores. Era conocido el caso del general Augusto Lutz, jefe del Servicio de Inteligencia Militar al momento del golpe, fallecido después de una seguidilla de operaciones y tratamientos en el Hospital Militar. Su familia sostiene que fue víctima de la DINA, por oponerse al coronel Manuel Contreras ya convertido en hombre de confianza de Pinochet.

Otras informaciones, mencionadas por Carmen Frei, hablan de llamadas anónimas que advertían sobre un posible envenenamiento, trajines en la clínica de personas extrañas al cuerpo médico tratante y al personal auxiliar, y el rumor de la desaparición del protocolo de autopsia. Un mes después de la extraña muerte de Frei Montalva, sería asesinado salvajemente Tucapel Jiménez. La dictadura quedaba así sin dos de sus más peligrosos opositores públicos.

"Hermes", a esas alturas había desarrollado varias formas del gas Sarín, involucrado en el denominado Proyecto Andrea de investigación, aunque la ex esposa de Michel Townley, Mariana Callejas, recuerda que el locuaz Berríos afirmaba que "no había mejor manera de librarse de un indeseable que una gota de estafilococo dorado", bacteria de efecto violento que suele infectar los quirófanos de los hospitales. En esa línea, Berríos debe haber considerado también el envenenamiento mediante el desarrollo incontrolado de bacterias patógenas que normalmente existen en el organismo humano. De hecho, el mismísimo Odlanier Mena, sucesor de Manuel Contreras en el principal organismo represor de la dictadura y enemigo acérrimo del Mamo, estuvo a punto de ser envenenado con una bacteria que Eugenio Berríos obtuvo en el Instituto Bacteriológico.

Responsables en Chile y Uruguay

El denominado "Caso Berríos" llevaba años sin avances sustanciales, pero tras la paciente investigación encabezada por la magistrado Olga Pérez Meza y llevada adelante por el Departamento Quinto de la policía civil, los resultados comienzan a verse.

Entre los procesados aparecen encausados como autores del crimen los mayores en retiro Arturo "Mariano" Silva Valdés y Jaime "Salinas" Torres Gacitúa, quien fuera escolta de Pinochet cuando estuvo detenido en Londres. En tanto que, por obstrucción a la justicia, la jueza procesó al general (R) Hernán Ramírez Rurange, también implicado en el asesinato de Tucapel Jiménez; al teniente (R) Raúl Lillo Gutiérrez, ligado al crimen de Tucapel Jiménez; y al comandante (R) Pablo Rodríguez Márquez. La obstrucción a la justicia se refiere a las muertes de Orlando Letelier y Carmelo Soria, puesto que Berríos fue sacado del país y finalmente asesinado para evitar su testimonio en esas investigaciones.

Como encubridor del delito de obstrucción a la justicia fue encausado el general (R) Eugenio Covarrubias Valenzuela, quien asume la dirección del DINE teniendo conocimiento de la "estadía" de Berríos en Uruguay. Otros que aparecen vinculados al crimen son el comandante Mario "Alejandro" Cisternas y el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross, implicado en las muertes de Jécar Neghme, José Carrasco, Abraham Muskatblit, Felipe Rivera, Gastón Vidaurrázaga, la Operación Albania y la desaparición de cinco jóvenes rodriguistas en septiembre de 1986. También está el nombre del general (R) Emilio Timmerman, quien ejercía el cargo de agregado militar en la embajada de Chile en Uruguay y reconoció ante otro delegado que Berríos estaba en Montevideo.

Aunque no es posible investigar desde Chile las responsabilidades de altos oficiales uruguayos en este asesinato, el proceso identifica como partícipes al actual teniente coronel

Eduardo Radaelli, por ese entonces capitán; el teniente coronel Tomas Casella, que aparece por esos mismos días paseando junto a Pinochet por las calles de Montevideo; y el también

teniente coronel Wellington Sarli Pose. Todos ellos, al menos, participaron de la entrega de Berríos, refugiado en una comisaría uruguaya, a los militares chilenos que lo ultimarían. El protocolo de autopsia realizado por la especialista Patricia Hernández asegura que Eugenio Berríos fue asesinado con dos armas diferentes, una sería chilena y otra uruguaya, como forma de sellar un pacto de silencio entre agentes de organismos de seguridad de ambos países. El Plan Cóndor volvía a funcionar.


Caso Berríos: Procesan a militares en retiro

Fuente :El Mostrador 18 de Octubre 2002

Categoría : Prensa

En una histórica decisión que apunta a aclarar el asesinato del químico de la DINA Eugenio Berríos, ocurrido en Uruguay en 1993, la titular del Sexto Juzgado del Crimen de Santiago, Olga Pérez Meza, sometió a proceso a seis militares en activo y en retiro.

La magistrada encausó como autores al mayor (R) Arturo Silva Valdés y al mayor (R) Jaime Torres Gacitúa. Ambos se encontraban en prisión preventiva desde el lunes pasado.

Por obstrucción a la justicia, la jueza Pérez procesó al general (R) Hernán Ramírez Rurange, al teniente en retiro Raúl Lillo y al comandante, también en retiro, Pablo Rodríguez Márquez.

Como encubridor fue encausado el general en retiro Eugenio Covarrubias Valenzuela.

Avances en la investigación

La investigación ha avanzado hasta establecer que contra el mayor en retiro Arturo Silva Valdés y el también retirado mayor Torres Gacitúa existirían presunciones fundadas de su participación en la muerte de Berríos, ocurrida en Uruguay entre enero y marzo de 1993.

De acuerdo a la investigación periodística sobre el caso contenida en el libro Crimen Imperfecto, del periodista Jorge Molina, Torres Gacitúa formaba parte de la “unidad especial” de la DINE que intervino en la muerte del químico, mientras que Silva Valdés actuaba como hombre de avanzada del ex comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, en sus viajes al exterior.

Silva Valdés tenía una relación operativa directa con el ex jefe de la DINE, Hernán Ramírez Rurange. Además de cumplir las labores señaladas para Pinochet, era el encargado de pagar los sueldos a los agentes que permanecían ocultos fuera del país para protegerlos de enfrentar procesos judiciales o, bien, para que no declararán en investigaciones que se realizaban en Chile, como era el caso de Berríos.

Silva, adicionalmente, tenía algunos negocios paralelos vinculados al traspaso por aduana de ropas, perfumes y otros elementos.

Para llevarle el sueldo a Berríos, que habría ascendido a tres mil dólares por mes, llegaban hasta Uruguay tanto Arturo Silva como Jaime Torres Gacitúa, acompañados del teniente (R) Raúl Lillo Gutiérrez, quien también conformaba la “unidad especial” del DINE.

Los pasos de la “unidad especial”

Lillo había sido detenido por la jueza Olga Pérez a finales de agosto de este año y luego fue dejado en libertad. Junto a él fue aprehendido en esa fecha el comandante actualmente en retiro Pablo Rodríguez Márquez, ex agente del DINE, quien también fue liberado de la detención preventiva.

Además de los mencionados, la “unidad especial” -que a la fecha de la muerte de Berríos tenía un nuevo jefe, el director de la DINE, general ahora retirado Eugenio Covarrubias- estaba compuesta también por el comandante activo Mario Cisternas.

Fue en junio de 1993 cuando estalló el escándalo del anónimo que denunció la operación Berríos.

El ex químico, conocido por perfeccionar en Chile el gas sarín y por sus vínculos con el tráfico de drogas, había sido sacado por la DINE en octubre de 1991 con destino a Uruguay para evitar que lo que sabía del caso Letelier generara una debacle entre ex miembros de la DINA.

A fines de 1992, Berríos llegó a una comisaría uruguaya pidiendo ayuda y sosteniendo que estaba estaba secuestrado por militares uruguayos y chilenos. La policía lo habría entregado a sus captores, entre ellos, según estaría ya claro, se encontrarían Silva y Torres Gacitúa.

El químico fue asesinado a balazos entre enero y marzo de 1993, fecha que coincidió con la visita de Augusto Pinochet a Montevideo en febrero de ese año. El edecán durante esa visita fue el coronel de contraespionaje Thomas Casella, también jefe de la operación para ocultarlo en Uruguay.

El cuerpo fue finalmente encontrado en abril de 1995 en la playa El Pinar, sepultado boca abajo, como se hacía con los traidores en la Edad Media.


Involucran a Pinochet en tráfico de drogas

Fuente :NOTIMEX, com, 9 de Julio 2006

Categoría : Prensa

Asegura ex jefe policiaco que Augusto Pinochet y familia obtuvieron beneficios del tráfico de drogas y armas

El ex jefe de inteligencia de la dictadura militar chilena, general en retiro Manuel Contreras, aseguró que Augusto Pinochet y su familia obtuvieron su millonaria fortuna gracias al tráfico de drogas y armas.

La edición digital del diario chileno La Nación precisó este domingo que "la fortuna amasada por el ex dictador se debe al tráfico de drogas realizado por su hijo Marco Antonio junto al empresario chileno de origen sirio Edgardo Bathich".

En esas operaciones también habría participado, según informó el oficial en retiro a la justicia chilena, el químico Eugenio Berríos, quien trabajaba para la Dirección Nacional de Inteligencia (Dina), aparato represor de la dictadura (1973-1990) que dirigió Contreras.

Contreras entregó hace unos días un informe al juez Claudio Pavez, quien investiga el crimen en 1992 del ex agente de inteligencia, el coronel Gerardo Huber, donde vincula a la familia Pinochet con ese crimen y con actividades ilícitas, indicó La Nación.

El diario indicó que el juez Pavez interrogó a Contreras por el crimen de Huber porque éste había pertenecido a la Dina mientras el primero se desempeñaba como jefe de ese órgano de inteligencia, desarticulado en la década de los 70.

Contreras, quien estuvo 11 años en prisión por el crimen del ex canciller Orlando Letelier en Washington en 1976, cumple en la actualidad condena en una cárcel militar por la desaparición de un militante del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) en 1975.

Según el rotativo, el magistrado le pidió a Contreras un informe de la muerte de Huber, quien desapareció en forma misteriosa en enero de 1992 y su cuerpo fue encontrado semanas después, sobre temas vinculados a Pinochet y su fortuna de unos 27 millones de dólares.

La Nación acotó que Contreras "asegura en su informe que cuando Huber se hizo cargo del Complejo Químico del Ejército, a mediados de los 80, el químico de la Dina Eugenio Berríos, junto a otro `cocinero', se encargaban de elaborar cocaína `negra' o `rusa'".

"La fórmula para fabricarla era mezclar el alcaloide con sulfato ferroso y otras sales minerales para ayudar a que éste se impregnara del pigmento, de modo que se adhiriera a distintas superficies y careciera del tradicional olor que permite detectarla", acotó.

Contreras dijo, según la fuente, que "la elaboración de cocaína en el recinto del Ejército fue autorizada por la más alta autoridad del mismo Pinochet, donde trabajó Berríos. En esta actividad habrían participado Marco Antonio Pinochet y Edgardo Bathich".

Berríos fue asesinado por agentes de la Dina en Uruguay en 1993, donde se encontraba oculto, ayudado por militares de ese país, para evitar declarar ante la justicia chilena sobre las operaciones de inteligencia del aparato represor.

Añadió que la producción "era enviada a Estados Unidos y Europa, donde el pariente político de Bathich, el famoso traficante internacional de armas y drogas Monser Al Kassar, la distribuía para posteriormente enviar remesas a distintas cuentas".

Un informe del Senado estadunidense divulgado en 2004 precisó que Pinochet y su familia tenían millonarias cuentas secretas en Estados Unidos, Europa y paraísos fiscales, recursos por al menos 27 millones de dólares cuyo origen es investigado por la justicia.

El ex colaborador de Pinochet también dijo en su informe que éste "usó una segunda vía para enriquecerse: el uso de los fondos reservados del Ejército, los que eran depositados en varias cuentas y cuyos intereses iban a parar a su erario personal".

El ex senador vitalicio se encuentra procesado en Chile por fraude tributario, ya que en sus declaraciones de ingresos evitó colocar los millonarios depósitos que mantenía en varias cuentas bancarias extranjeras bajo otras identidades.

Contreras, según el diario chileno, señaló que Huber se comunicó antes de su muerte con un juez y "en una extensa declaración informal le contó los detalles de lo que ocurría en el Complejo Químico del Ejército y la forma en que se exportaba la cocaína".

El fallecido coronel del Ejército también habría detallado en su declaración judicial "los manejos financieros del clan Pinochet en torno al tráfico de drogas y armas".


Berríos camino a la muerte

Fuente :lanacion.cl, 2 de Noviembre 2009

Categoría : Prensa

El juez Alejandro Madrid dictará sentencia en los próximos días en el caso por el asesinato del ex agente de la DINA, el servicio secreto de Pinochet. Un equipo de tres policías, que se convirtió en el brazo derecho del ministro en el proceso, penetró los muros que escondían a sus victimarios y desentrañó el crimen.

[Jorge Escalante] Santiago, Chile. Corrían los primeros meses de 1978 y el químico Eugenio Berríos se sentía abandonado y sin protección. El reino de la DINA había terminado no hacía mucho. En la pugna interna del poder militar, sus principales padrinos yacían derrotados y Augusto Pinochet se había visto obligado a poner fin a la organización criminal. El gobierno de Estados Unidos del demócrata Jimmy Carter presionaba a Chile por el crimen de Orlando Letelier.

Una mañana, Berríos llegó a conversar con dos agentes de la flamante Central Nacional de Informaciones (CNI), sucesora de la DINA: David Morales Lazo y Jaime Cortínez Méndez. Como credencial, presentó su trabajo en experimentos de armas químicas junto a Manuel Contreras y Michael Townley. Los CNI lo llevaron al Comando de Ingenieros del Ejército y lo pusieron en manos del coronel Víctor Barría, ahora ex DINA, quien lo contactó con el general Héctor Orozco. Berríos pedía relacionarse con el Complejo Químico Industrial del Ejército en la comuna de Talagante. Le prometieron trabajo.

Poco después, el agente Ítalo Secattore buscó a Berríos en la panadería San Pancracio de calle Carmen 1167 en Santiago. El químico había transformado el local de su tía Berta en otro búnker: alojaba allí y había construido un segundo laboratorio artesanal. El otro lo tenía en casa de sus padres en calle Antonio Bellet, pero peleaba seguido con ellos.
Después de la visita de Secattore, a quien agasajó con pasteles de la tía Berta, Berríos sintió que recuperaba su vida. El desastroso final de la DINA quedaba atrás. Regresaba en gloria y majestad bajo el manto protector de la milicia. Retornaban las tertulias en Les Assessins, el barcito de calle Merced, y florecía el amor con la atractiva Gladys Schmeisser.
Berríos tenía un humor fino, en sintonía con su voz algo afeminada. Era obediente, ordenado en sus quehaceres, inteligente, aplicado en sus conocimientos, innovador, pero algo ordinario cuando había que serlo. También era un gran consumidor de cocaína, que solía compartir con sus amigos. Bajo el efecto de la droga, en ocasiones Berríos adoptaba un comportamiento violento. Gladys sufría sus golpizas.

Años después, el Ejército volvió a deshacerse de él. Comenzaban las primeras protestas en el país. El dictador perdía terreno. Berríos sintió que regresaban los nubarrones, la soledad, la escasez de dinero y la falta de protección. Ahora las cosas serían más difíciles y peligrosas para él. El hombre del sarín y la botulinia sabía demasiado.
Apesadumbrado, a fines de los ’80, se refugió otra vez en su tía Berta y se hizo cargo de la panadería, que estaba al borde de la quiebra. Aparecieron los prestamistas con sus intereses usureros. Como no confiaba en ellos, filmaba cada transacción con una cámara oculta, mientras aparentaba amabilidad regalando pasteles. Las reuniones con los oscuros dueños de la plata, que acudían a cobrar y a seguir prestando para salvar la pequeña empresa, se hacían alrededor de una mesa redonda, cubierta por un mantel floreado de hule. La tía Berta jugaba al solitario y Berríos sacaba cuentas con lápiz y papel. A lo lejos, un loro adornaba la escena con su parloteo.
En ese tiempo, Berríos cayó preso por giro doloso de cheques y permaneció un tiempo en la cárcel de Valparaíso y después en el anexo cárcel de Capuchinos en Santiago.

"Estoy Vivo"
A comienzos de 1991, Berríos estrechó sus lazos con los peruanos Juan Cornejo Hualpa, de chapa Jorge Acosta Vargas, y Jorge Sáez Rivero, de nombre supuesto Jorge Saer Becerra. Ambos financiaban dos laboratorios para producir cocaína, uno en una aislada zona fronteriza de Iquique y el otro en Avenida Los Molles 841 en Conchalí, bajo el escudo de la empresa Inversiones Río Cipreses S.A. Berríos colaboraba en la producción y el tráfico junto al peruano Máximo Bocanegra Guevara, especie de administrador del polvo blanco.
El mundo se le venía encima. Ese mismo año, el juez Adolfo Bañados inició la investigación por el asesinato de Orlando Letelier en Washington. Berríos estaba en la lista de quienes debían declarar. Sabía bastante de ese y otros crímenes. Los prestamistas apremiaban y amenazaban. La tía Berta se hundía y él con ella. Su matrimonio estaba por el suelo. Y en el negocio de la coca lo estafaron con 36 mil dólares, como lo registró su propia voz en una grabación telefónica encontrada en su casa allanada tras su muerte (audio en www.lanacion.cl). El escenario era distinto al de junio de 1978, cuando, el ser interrogado por primera vez judicialmente acerca de su trabajo en la DINA en una causa por delitos de lesa humanidad, Berríos sorteó con inteligencia el asunto desconociendo a la DINA y todo cuanto lo vinculara con el crimen.

A comienzos de los ’90, la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) servía de refugio a centenares de funcionarios de la CNI. El organismo puso al agente José Ríos San Martín pegado a los talones de Berríos para controlar cualquier locura. Ríos, ex DINA y miembro de la Brigada Mulchén, sabía cómo vigilar al enemigo. La DINE preparaba su secuestro y salida clandestina del país.

"Estoy en los siete mares de Simbad el Marino. No sé qué me salva, si la ingenuidad o la huevonería, pero el hecho es que estoy vivo, Tata", dijo un día Berríos a su amigo, el coronel Manuel Pérez Santillán, diálogo registrado en la grabación. Su desastrosa situación financiera lo tenía, a 1991, con el teléfono cortado para llamar y sin dinero para hacerlo desde un aparato público, como le confesó al coronel Pérez. Tampoco lo salvó la fracasada venta de anfetaminas en cápsula que producía en el laboratorio de Antonio Bellet.

DEA y FBI
En su desesperación, el químico decidió delatar en la embajada de Estados Unidos en Santiago, ante agentes antidrogas de la Drug Enforcement Administration (DEA), un gran ocultamiento de cocaína en el norte de Chile. Nunca se supo si a quienes denunció fueron sus socios peruanos.
 A cambio quería dinero y que lo sacaran del país. La DINE aumentaba el control de sus movimientos y la investigación del juez Bañados crecía en información. Para llegar a la DEA, el químico se contactó con Jaime Melgoza Garay, un informante de la agencia estadounidense.

A Melgoza lo conocía de sus años mozos, cuando éste era escolta del general Roberto Viaux, quien lideró el alzamiento del Regimiento Tacna en 1969. Un año más tarde, Melgoza disparó al comandante en jefe del Ejército René Schneider, junto a Juan Luis Bulnes Cerda y Julio Izquierdo Menéndez. Según los archivos de inteligencia de la Policía de Investigaciones de la época, Berríos era entonces un joven integrante de la comisión política del movimiento ultraderechista Patria y Libertad, comandado por el abogado Pablo Rodríguez Grez.
Berríos y Melgoza llegaron juntos a la embajada norteamericana, ubicada entonces en calle Agustinas. Se reunieron con el agente de la DEA, el chileno Jorge Alarcón Dubois, y el jefe de éste, "un tal Jeff", según Melgoza. Pero con la DEA nada funcionó. Sus agentes en Santiago sabían que los socios peruanos de Berríos preparaban un importante envío de cocaína a Estados Unidos, que allá sería recibida por el narcotraficante Jesús Ochoa Gálvez, pariente de los Ochoa Vásquez del cartel de Medellín, quien había instalado su operación en Chile. A la DEA no le interesó la denuncia porque querían que el cargamento llegara a destino y así fuese descubierto en Estados Unidos.

Eso explica que la DEA y el FBI no informaran a la Policía de Investigaciones (PDI) ni a la Corte Suprema sobre el paradero de Eugenio Berríos, quien ya se había ocultado con la ayuda de amigos, sin sospechar que la inteligencia militar estaba al tanto de sus andanzas.

Por esos días de 1991 emerge la figura del entonces subcomisario de la Policía de Investigaciones (PDI) Nelson Jofré Cabello, quien, junto al comisario Rafael Castillo, se convierten en crucial apoyo del juez Adolfo Bañados y otros magistrados que comenzaban a investigar más seriamente los crímenes cometidos bajo la opresión militar. Con el tiempo, Jofré se mantuvo más estrechamente ligado a los principales casos.

Su Amigo Duque
Por orden de Augusto Pinochet, a comienzos de agosto de 1991, la DINE encerró a Berríos en un sótano del Batallón de Inteligencia del Ejército (BIE) en calle García Reyes 12. El juez Bañados lo había citado a declarar varias veces sin que concurriera. Los policías Jofré y Castillo no daban con su paradero. La DEA y el FBI seguían en silencio. Los prestamistas caían encima de la tía Berta y para ellos ya no había pastelitos de regalo. Su amigo, el abogado y ex fiscal militar Aldo Duque, el hombre del sombrero alón y compañero de banco en la carrera de Derecho del "Mamito" Contreras y el abogado Cristián Espejo en la Universidad Gabriela Mistral, no pudo salvarlo de los protestos ni usura de los prestadores. Su mujer estaba en la ruina. La suerte del químico estaba echada.

El 26 de octubre de ese año, la Unidad de Operaciones Especiales de DINE, al mando del mayor Arturo Silva Valdés, lo sacó de Chile a Uruguay vía Argentina con la chapa de Manuel Antonio Morales Jara. Horas antes, un grupo de amigos le dio al químico una curiosa despedida mientras continuaba encerrado en el sótano del BIE. Aldo Duque brindó por él.
Eugenio Berríos desaparecía del mapa. La milicia uruguaya, aún impregnada de sus propios crímenes bajo el mando militar, ayudó con valiosa infraestructura a sus amigos chilenos para mantener oculto al químico. Tras un año, Berríos quiso volver a Chile para contar a la justicia sus secretos. Por eso lo mataron en noviembre de 1992, cuando intentó fugarse desde una casa en el balneario Parque del Plata, cerca de Montevideo.

Un equipo de tres policías inició la búsqueda de las pistas del crimen: los subcomisarios Palmira Mella San Martin y José Araneda Isamit, bajo la conducción del actual prefecto Nelson Jofré Cabello. Partían de cero, porque, en Chile, el Ejército cuidó celosamente el acceso a cualquier antecedente. Comenzaron a indagar desde Uruguay y Argentina para llegar a Chile. En Uruguay tuvieron que sortear múltiples obstáculos porque a nadie le interesaba que afloraran pistas. Los tres altos oficiales uruguayos involucrados en el homicidio mantenían poderosas redes de protección.

En Montevideo, recurrieron a la DEA y el FBI locales y allí sí obtuvieron pistas. Se las arreglaron para interrogar a decenas de testigos y revisaron miles de tarjetas migratorias para identificar militares chilenos que viajaban a ese país. También ubicaron a los tres uruguayos que sirvieron de apoyo a los agentes chilenos. Lo mismo hicieron en Buenos Aires, donde incluso penetraron la estructura del servicio secreto exterior de la inteligencia del Ejército chileno. De vuelta en Santiago, cruzaron toda la información con las estructuras de la DINA, CNI y DINE que manejaban y así quedó en evidencia el núcleo chileno que había mantenido a Berríos secuestrado en el exterior. A pesar de los continuos intentos de los agentes por borrar sus huellas en Argentina y Uruguay, cometieron un gran descuido: siempre arribaron a Montevideo con sus nombres reales. Fue el gran error de la inteligencia del Ejército de Pinochet en este caso.

Los últimos días de noviembre de 1992, arrodillado y atado por los brazos, al químico lo obligaron a bajar la cabeza. Arturo Silva le dio el primer tiro. El otro lo disparó uno de los tres militares uruguayos bajo arraigo en Chile. Fue un pacto de honor y silencio. Una bala por cada país. En el proceso que instruyó el juez Alejandro Madrid, cuya sentencia está pronta a dictarse, el único ex agente chileno que contó cómo murió Berríos y quienes lo mataron fue el coronel (R) Mario Cisternas Orellana. El resto niega hasta hoy el asesinato.


El juicio por el asesinato del ex Presidente Eduardo Frei Montalva está directamente vinculado a otros cinco crímenes que tienen a Eugenio Berríos

Fuente :Ciper 8 de diciembre 2009

Categoría : Prensa

Los seis procesos están concentrados en las manos del ministro Alejandro Madrid, en una investigación que ya acumula diez años.

El químico de la DINA, cuyo cadáver fue encontrado en abril de 1995 en una playa de Uruguay con impactos de bala en la cabeza, había sido sacado clandestinamente del país cuatro años antes. Su fuga fue ejecutada por un equipo del grupo más secreto de la Brigada de Inteligencia del Ejército (BIE), encabezados por los escoltas de Pinochet, que le dieron muerte junto a militares uruguayos que lo tenían bajo su custodia cuando intentó escapar.

Existe certeza sobre cómo se ejecutó la salida de Eugenio Berríos hacia Uruguay. Una operación que tuvo por objeto evitar que Bañados interrogara al hombre que “sabía mucho”. Su escape se concretó el 26 de octubre de 1991, poco después de que la abogada Fabiola Letelier le pidiera al ministro Adolfo Bañados que interrogara al químico de la DINA en la investigación por el asesinato del ex canciller Orlando Letelier. Se trataba de un testigo estelar.

Michael Townley había confesado que en un principio se pensó matar a Letelier (en Washington, septiembre de 1976) con gas sarín, un agente químico letal inventado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial y perfeccionado por Berríos en un laboratorio de la DINA. Tan avanzado estaba el plan inicial que Townley recordó haberse embarcado en 1976 en un vuelo de Lan portando“un frasquito de perfume Chanel Nº 5 que me había dado mi esposa y que yo había llenado con sarín”.

Cuando el ministro Bañados dictó el 8 de noviembre de 1991 la orden de detención en contra del químico de la DINA, ya era tarde: Berríos estaba clandestino en Uruguay, país al que llegó vía Argentina el 29 de octubre. El ministro Bañados ignoraba que en su propio despacho la BIE tenía un topo que les informó de la orden antes incluso que fuera firmada.

Sólo ahora se entiende el por qué de los millones de dólares que se gastaron en la operación para sacar a Eugenio Berríos del país. No eran los autores del crimen de Orlando Letelier lo que Pinochet y sus custodios del BIE temían que revelara el químico. Bañados ya tenía ese cuadro claro. Eran otras muertes que en ese momento, recién iniciada la recuperación de la democracia, permanecían ocultas y podían detonar problemas mayores. Incluso de defensa nacional por el destino y uso potencial que se les daría a las armas químicas fabricadas en laboratorios del Ejército.

Desde 1999, fecha del inicio del juicio por el secuestro y homicidio de Berríos, primero la jueza Olga Pérez y luego el ministro Alejandro Madrid -junto al mismo equipo policial integrado por el prefecto Nelson Jofré y la inspectora Palmira Mella- han ido armando pieza por pieza un puzzle macabro.

Primero se esclareció el crimen de Renato León Zenteno, conservador de Bienes Raíces de Santiago, asesinado por un equipo de la DINA. El crimen se perpetró el 30 de noviembre de 1976, dos meses después de ser asesinado Letelier, en el propio departamento de León Zenteno. El protocolo de autopsia dice que murió víctima de una “toxemia aguda inespecífica”.

Uno de los agentes que participó en el asesinato confesó que al dejar la escena del crimen, Berríos reparó en que el frasco de perfume con gas sarín había quedado olvidado en la mesa de noche de León Zenteno. Ya era tarde. No podían regresar. Muchos años después, cuando se revisó el viejo expediente archivado, la sorpresa de los investigadores de Madrid fue mayúscula: en las fotos tomadas por los peritos se ve nítidamente el mismo frasco descrito por el agente de la DINA en su confesión.

¿Por qué matar a León Zenteno? Por una simple razón. Éste se oponía a traspasar ilegalmente a sociedades de la DINA terrenos en la Reina Alta de los que fueron despojados opositores al régimen. De cualquier forma, el ex conservador de Bienes Raíces de Santiago no fue obstáculo para los propósitos de la DINA. En esos mismos terrenos hoy se levantan sólidos y hermosos conjuntos residenciales para militares.

Ha quedado establecido judicialmente que Berríos formó parte de la Brigada Quetropillán de la DINA, un laboratorio que funcionó en la casa que Michael Townley y su esposa Mariana Callejas compartían en Lo Curro. En ese laboratorio se desarrolló el proyecto “Andrea”, destinado a producir armas químicas para la eliminación de opositores y, eventualmente, para ser usados en algún conflicto con países vecinos. Sarín, Soman y Tabun fueron algunas de las toxinas químicas desarrollados por Berríos y el científico Francisco Oyarzún Sjoberg, quienes trabajaban bajo las órdenes directas de Manuel Contreras.

El gas sarín obtenido en la casa de Lo Curro fue probado por primera vez en abril de 1976, utilizando perros y hasta un burro. También se experimentó con ratones y conejos.

Una de las primeras víctimas humanas fue el poeta Luis Waldo Silva Caunic. Después fue el turno del diplomático español Carmelo Soria, quien fue secuestrado en julio de 1976 y conducido a la casa de Lo Curro. Cuatro meses después ocurrió el asesinato del conservador de Bienes Raíces de Santiago. Y en marzo de 1977 la víctima provino de las propias filas del organismo dirigido por Manuel Contreras.

Manuel Jesús Leyton Robles, un cabo de Ejército adscrito a la DINA, había sido detenido en 1977 por robo de autos y uno de ellos pertenecía a un detenido desaparecido. En su declaración a Carabineros dijo que lo hacía por encargo de la DINA. Poco antes de ratificar sus dichos ante un tribunal fue eliminado con gas sarín, aunque oficialmente el Ejército adjudicó la muerte a “causas naturales”.

Treinta años después Alejandro Madrid estableció la verdad y, de paso, demostró por primera vez que la DINA utilizó gas sarín para la eliminación de personas. Por este juicio hay 13 ex agentes procesados, entre los que se cuentan los médicos Hernán Taricco Lavín, Pedro Valdivia Soto y Osvaldo Leyton. La enfermera Eliana Carlotta Bolumburu Taboada, quien cumplía un rol clave en la Clínica London de la DINA y luego de la CNI, también fue vinculada.

A partir del asesinato de Letelier, en septiembre de 1976, se desató una fuerte pugna entre el jefe de la DINA, coronel Manuel Contreras, y el jefe de la entonces Dirección de Inteligencia Nacional del Ejército, general Odlanier Mena. Este último objetaba los brutales y desprolijos procedimientos de Contreras.

Entonces, de acuerdo con el testimonio de Michael Townley, Contreras decidió matar al general Mena “mediante la incorporación de una bacteria mortal en su café” que había sido proporcionada por Berríos. El plan se frustró porque en esa oportunidad Mena prefirió un agua de yerbas.

En 1978, una vez que la participación de Townley en el crimen de Letelier quedó al descubierto y fue reclamado por Estados Unidos y expulsado a ese país ante la presión de su gobierno, Berríos y su laboratorio de Lo Curro se trasladaron al Complejo Químico e Industrial del Ejército en Talagante. El hombre al mando: el coronel Gerardo Huber, uno de los mandos operativos de la DINA, asesinado tras el escándalo que provocó el descubrimiento de un cargamento de armas rotulado como material sanitario cuyo destino final era Croacia.

Las armas químicas fabricadas por Berríos cobrarían nuevas víctimas el 8 de diciembre de 1981, el mismo día que Frei Montalva se agravó para ya no recuperarse y era operado por tercera vez por el doctor Patricio Silva Garín.

Mientras en la Clínica Santa María el ex mandatario comenzaba a evidenciar signos de muerte, en la Cárcel Pública un grupo de cuatro presos políticos del MIR y otros dos reos comunes experimentaban los mismos signos, a raíz de un envenenamiento. Adalberto Muñoz Jara, Guillermo Rodríguez Morales y Ricardo y Elizardo Aguilera lograron sobrevivir al ataque, aunque con serias secuelas. Sin embargo, dos presos comunes -Víctor Corvalán Castillo y Héctor PachecoDíaz- que compartieron almuerzo con los miristas, murieron a causa de una “intoxicación aguda inespecífica”. Nunca se investigó sus muertes.

Sí lo hizo el juez Madrid y su equipo, logrando establecer la identidad de los funcionarios de Gendarmería que tenían vínculos con los organismos represivos, además de acreditar que la intoxicación fue provocada con toxinas botulínicas fabricadas en el Instituto Bacteriológico del Ejército. El episodio lleva la marca de fábrica de Berríos.

Cuando las verdaderas circunstancias de la muerte de Frei Montalva comienzan a despejarse, es el turno del envenenamiento de la Cárcel Pública. Pero antes, se espera la sentencia en primera instancia por el secuestro y homicidio de Eugenio Berríos. Veintiuna personas serán condenadas, entre ellas cuatro generales de Ejército y tres altos oficiales del Ejército de Uruguay.

Sobre el destino de las armas químicas el secreto se mantiene. Y Berríos se llevó a la tumba los nombres de los otros personajes molestos a los que se eliminó con su fabricación letal.

La “Operación Cóndor” de los ‘90

ASÍ ACTUÓ LA RED QUE SECUESTRO Y ASESINO A EUGENIO BERRIOS

“A ese hombre lo vi junto a Berríos”, musitó el doctor uruguayo Juan Ferrari Grillo apostado junto a la jueza Olga Pérez en la ventanilla para reconocimiento de presos en un juzgado de Santiago. Era la mañana del lunes 14 de octubre y Ferrari señaló al apuesto y elegante teniente coronel Arturo Silva Valdés. Desde su incómoda posición, sin ver al testigo que lo observaba, el hombre que durante diez años fue el dueño de la retaguardia y de los desplazamientos del general Augusto Pinochet, nunca imaginó que en ese preciso instante un médico entregaba una de las últimas  piezas que le han permitido a la jueza Olga Pérez armar el engorroso puzzle del asesinato del químico y ex agente de la DINA Eugenio Berríos. Y que lo inculpa.

Olga Pérez no olvidará lo que vivió el 14 y 15 de octubre. Preparó todo en el más completo sigilo. En una sala especial esperaban dos testigos que ella hizo traer desde Uruguay en una diligencia que se rodeó del mayor secreto, al punto que ambos sólo se conocieron en el aeropuerto. Ni el medico Juan Ferrari (44 años) ni el conserje de un elegante edificio del pintoresco barrio de Pocitos en Montevideo, Luis Minguez (53), sabían que a partir de ese momento sus vidas quedarían atadas. Y ello ocurrió cuando en la rueda de sospechosos cada uno y con total certeza pudo identificar a los hombres que custodiaron a Berríos durante su estadía en Uruguay, y lo más importante, a los dos hombres que se lo llevaron el último día que se le vio con vida frente al Policlínico del Balneario Parque del Plata, a 50 kilómetros de Montevideo.

Más tarde, la jueza esbozó la primera sonrisa de la jornada cuando intempestivamente ingresó a una sala acompañada del conserje Luis Minguez, y EL SUBOFICIAL SALGADO -tras dar un leve paso hacia atrás- le extendió la mano a Minguez ante el estupor de los otros militares inculpados.

Un saludo que tuvo más valor que cien testimonios.

-Me causó impresión encontrarme con uno de los hombres que conocí junto a Berríos. Este señor está más delgado, más avejentado…Lo reconocí de inmediato y nos dimos la mano con gusto. Incluso él me llevó un presente de Chile: una botella de pisco -cuenta Minguez horas antes de partir de regreso a su país.

Ferrari y Minguez cumplieron así con una diligencia que debió haberse hecho en Montevideo. Pero en Uruguay aún el poder militar mantiene bajo tutela la democracia. Se hizo en Chile. Olga Pérez,  acompañada por un selecto grupo de policías y en sólo dos años, logró armar un difícil rompecabezas que devela un capítulo secreto de los vestigios de la Operación Cóndor, la colaboración entre las policías secretas de las dictaduras del Cono Sur y que encierra quizás la caja más sórdida: la de fabricación de armas químicas y el uso de bacterias para eliminar opositores y aumentar el potencial bélico militar. Un capítulo cuyo inició se remonta a 1991, a meses de la recuperación de la democracia en Chile.

Adolfo Bañados, el juez implacable.

Difícil describir la decepción que invadió al equipo que secundaba al ministro Adolfo Bañados en la investigación del crimen de Orlando Letelier, ex canciller de Salvador Allende (perpetrado en Washington en septiembre de 1976), cuando supieron que uno de sus testigos había escapado.

Era la primera prueba de fuego para la frágil nueva democracia chilena y Bañados, inteligente y enemigo acérrimo de la figuración, desplegaba los hilos de la mayor investigación judicial sobre la acción de la DINA que se haya hecho en Chile. Y en esa trama la figura del químico Eugenio Berríos fue poco a poco resultando muy importante. El 8 de noviembre de 1991, el juez dictó la orden de arresto en su contra. A poco andar supo que Berríos había escapado. No sospechaba que en la antesala de su despacho, un actuario, plenamente identificado, fotocopiaba y registraba cada testimonio, prueba y movimiento de los investigadores para informarlo de inmediato a una central que comandaba el general Fernando Torres Silva. El auditor del Ejército llevaba una investigación paralela cuyo fin era impedir la acción de la justicia.

Fue así como los testimonios de Alejandra Damiani (la secretaria que la DINA le asignó a Michael Townley, el agente que instaló el laboratorio donde se fabricaron armas químicas) y de Mariana Callejas (la esposa de Townley y también agente DINA) pusieron a Eugenio Berríos en la mira de Bañados. Pero también encendieron la alerta roja en las oficinas de Torres Silva.

Años más tarde, los mismos policías que secundaron a Bañados retomarían los hilos para desentrañar el misterio de la desaparición y muerte de Berríos. Y descubrirían el grupo de las operaciones más secretas que se instaló en la Dirección de Inteligencia del Ejército –DINE- y cuya misión tenía dos objetivos: inteligencia para la seguridad nacional y la seguridad de Pinochet y su familia.

Operación escape en cadena.

El primer indicio lo entregó la salida clandestina de Chile del capitán (r) Luis Arturo Sanhueza Ross, alias “El Huiro” o Ramiro Droguett Aranguiz, vinculado a los asesinatos de la Operación Albania y al asesinato del dirigente del MIR Jecar Neghme. Se logró determinar que su fuga tuvo lugar en abril de 1991. La segunda operación fue la huída del mayor (r) Carlos Herrera Jiménez (autor del asesinato del líder sindical Tucapel Jiménez en 1982), el 19 de septiembre de 1991.

-Junto con el director de Inteligencia del Ejército hemos decidido que su único camino está en irse fuera de Chile. Allá estará junto a su familia por unos cuatro años, hasta que todo este cuento pase -le dijo Torres Silva a Herrera un día de septiembre de 1991 en su oficina de Alameda esquina Zenteno.

El 10 de septiembre, el teniente coronel Pablo Rodríguez Márquez, integrante del equipo secreto del DINE (en retiro desde hace pocos meses), salió hacia la Argentina. Su misión: conseguir con sus socios argentinos un pasaporte falso para Herrera. El 12 de septiembre Rodríguez regresó y siete días más tarde, Herrera escapó bajo la falsa identidad de “Mauricio Gómez”.

Una semana más tarde se dio el vamos al operativo de Eugenio Berríos. La orden se la dio Torres Silva a Arturo Silva Valdés. Por alguna razón, esta vez se tomaron más precauciones. Lo primero que hizo Valdés fue mandar a Punta Arenas al capitán Pablo Rodríguez. Después, el 24 de octubre, instruyó a Raúl Lillo Gutiérrez (civil de la CNI y asignado al equipo secreto del DINE entre 1990 y 1993, encasillado en el Ejército en febrero de 1990, días antes de que Pinochet entregara el poder) para que viajara vía aérea a Punta Arenas llevando el “paquete” Berríos. Allá los esperaba Rodríguez, quien ya tenía todo preparado. Aprovechando la  circunstancia de que uno de sus hermanos, ex teniente de Carabineros, vivía en Punta Arenas, lo convenció de partir hacia Argentina en auto con un grupo de amigos. El salvoconducto para el vehículo se sacó en tiempo record y el 26 de octubre Rodríguez, su hermano, Lillo y Berríos abandonaron territorio chileno y cruzaron hacia Río Gallegos. Fue el momento para que el químico estrenara una nueva identidad: Manuel Antonio Morales Jara.

El mismo 26 de octubre, Arturo Silva Valdés viajó vía aérea a Buenos Aires y allá esperó a Berríos y a Raúl Lillo.

Lo que sucedió en Argentina está claro pero es un capítulo que aún complica más que otros a los miembros del equipo secreto. Sólo fueron tres días, porque el 29 de octubre el trío emprendió viaje, esta vez por vía fluvial. Cruzaron desde Buenos Aires a Colonia y de allí siguieron viaje a Montevideo donde ya los esperaban Carlos Herrera y el teniente coronel del Ejército uruguayo Tomás Casella.

El 8 de noviembre de 1991, el mismo día que Bañados dictó la orden de captura para Berríos, el coronel Francisco Maximiliano Ferrer Lima, el temido “capitán Max” de la DINA y entonces uno de los jefes del equipo secreto, salió hacia Montevideo vía Pluna para chequear que el “paquete” estuviera a buen resguardo.

La primera residencia de Berríos en Uruguay fue un departamento en Rambla República del Perú N° 815 que compartió con Herrera. Su arrendataria, Elena Della Crosse, dirá más tarde que en un momento en que ella reclamó por las abultadas cuentas de teléfono fue el propio Tomás Casella quien le extendió un cheque por 1.500 dólares.

Es que el equipo secreto no tenía problemas financieros. Silva Valdés manejaba grandes sumas de dinero para comprar pasaportes, costear desplazamientos sorpresivos y rápidos, pagar hoteles, financiar a testigos molestos y a los clandestinos y sus familias así como a los colaboradores o socios extranjeros. Y todo ello salía de una caja negra del Ejército, es decir de la plata de todos los chilenos.

Nada funcionó entre Berríos y Herrera. No compartían ni hábitos ni miedos. Para qué hablar de sus sueños. Hubo alertas rojas que los oficiales uruguayos se encargaron de apagar hasta que el incendio estalló el 18 de enero de 1992, cuando Casella fue informado de la detención de Carlos Herrera en Buenos Aires. Fue el momento de reestructurar todo el sistema de seguridad que protegía la clandestinidad de Berríos. Muchas piezas se desplazaron para el blindaje. ¿Por qué Berríos era tan importante?

El juez Bañados tenía una respuesta (ver recuadro). Por ello el 21 de enero, tres días después del arresto de Herrera, reiteró la orden de captura para el químico.

Pocitos, la nueva residencia.

Febrero de 1992 marcó el inicio de una nueva vida para Berríos. Un departamento en Pocitos, a pocos metros de la costa, fue su nueva residencia. A calle Buxereo N° 117, en el sector Rambla del Perú, llegaron Eugenio Berríos y un acompañante: el teniente coronel Mario Enrique Cisternas Orellana.

Luis Ángel Minguez, un hombre cuya contextura delata su calidad de suboficial en retiro de la Marina uruguaya, es desde 1985 el conserje del edificio. Volvió de sus vacaciones en marzo y se encontró con nuevos arrendatarios en el departamento 401. La primera vez que se los topó la recuerda bien:

-Solo hablaba uno de ellos, el que me mostró incluso una fotocopia de un documento de identidad chileno en el que estaba estampado el nombre: Hernán Tulio Paredes Orellana. Me dijo que hacían negocios entre Chile y Uruguay. Después supe que era Eugenio Berríos. Lo conocí como un hombre dicharachero, simpático. Se veía tan agradable y jovial que nunca pensé que estaría vinculado a otras cosas…

Minguez compartió con él y sus acompañantes para múltiples menesteres por sus funciones. “Y cómo no recordarlo si hasta la cuenta de la luz venía a nombre de Hernán Tulio Paredes… Al pasar de los días me percaté de que siempre vivieron allí tres personas. Paredes (Berríos) era el permanente y los otros dos cambiaban cada quince días aproximadamente…”, dice Minguez.

Fueron diez meses de convivencia. Por eso, cuando la jueza le mostró el set de fotografías, sin vacilar reconoció entre los “acompañantes” de Berríos a los oficiales Pablo Marcelo Rodríguez, a Jaime Torres Gacitúa y a Arturo Silva Valdés. Minguez también guardaba un buen recuerdo de un “señor alto de muy buena presencia y que usaba bigote. Llegaba en un auto Chevrolet Chevette color azul con patente uruguaya a buscar al  señor Paredes (Berríos) y el chofer nunca se bajaba del auto”. Era Raúl Lillo.

Algo pasó en junio del ’92 porque el día 24 Tomás Casella viajó a Chile. Tres días después emprendieron el mismo viaje los tenientes coroneles del Ejército uruguayo Eduardo Radaelli y  Wellington Sarli Pose. ¿Quién los invitó? ¿Cuál fue su misión? ¿Qué pasaba con Berríos? Son nudos que tienen pistas pero que aún restan por dilucidar. Lo cierto es que el 4 de julio los tres oficiales uruguayos regresaron a su país y al control de los pasos de Berríos.

Un hecho cierto es que Berríos no estaba bien. Comenzaba a evidenciar hastío y a insistir en que lo mejor era regresar a Chile y entregarse a la justicia. Un paso que el equipo liderado por Torres Silva y el director de Inteligencia del Ejército de Chile no estaban dispuestos a permitir. Fue entonces que decidieron enviarle a su esposa para mitigar el problema. El 24 de octubre Gladys Schmeisser viajó a Montevideo para reunirse con Berríos.

El reencuentro se vivió en el Hotel Hispanoamericano de calle Melitón González N°1225, habitación 202.

El 9 de noviembre se produce un episodio que hasta el día de hoy enturbia como fantasma molesto a personeros de la Cancillería chilena. Emilio Rojas, agregado cultural de la embajada de Chile en Montevideo, recibió un extraño llamado de Berríos, de quien era amigo, en su casa. Así declaró en el sumario instruido por el Ministerio de Relaciones Exteriores: “En un principio creí que se trataba de una broma. Después me asusté. Le respondí ¿qué quieres? ‘Decirte que estoy aquí, protegido por el Tata’, me respondió. En mi angustia le pregunté: ¿qué Tata? ‘Pinochet’, fue su respuesta. Y agregó: ‘Estoy protegido por el Ejército’. Asustado, le corté, pero Eugenio volvió a llamar. Le dije: mira conchetumadre, a mí no me vas a involucrar en tus asuntos. No me vuelvas a llamar y olvídate que existo…”.

Hubo un tercer llamado. Aterrado, Rojas no le informó a sus superiores civiles pero sí le refirió el episodio al coronel Emilio Timmermann, agregado militar en Uruguay.

-Entré a su oficina y protesté porque estaban involucrándome con Berríos. Y lo que me sorprendió fue la respuesta de Timmermann: ‘Así es, Berríos está aquí. Lo trajimos nosotros y tú tienes que guardar silencio y sabes por qué. Porque nosotros no jugamos. Mira lo cara que nos está saliendo está operación. Tú nunca has recibido una llamada de Berríos. ¿Está claro?’. A lo que respondí ¡Clarísimo! –dijo en el sumario de la Cancillería.

A las 13 horas del 11 de noviembre el cónsul de la embajada de Chile, Federico Marull, recibió una peculiar llamada telefónica. Al otro lado de la línea estaba un hombre que dijo llamarse Eugenio Berríos. Su voz denotaba exaltación. Explicó estar retenido contra su voluntad y pidió ayuda para regresar a Chile. Y lo increíble, lo absolutamente patético es que Marull le dice que se presente personalmente, corta y acto seguido manda un fax a Santiago. Nunca se sabe… Cuarenta y ocho horas más tarde su jefe desde Santiago le respondió: si el sujeto no comprueba identidad con algún documento, no hay nada que hacer…

Ninguno de los dos funcionarios había leído los diarios y nunca se habían informado de que Eugenio Berríos era un hombre buscado por la justicia porque su testimonio era clave en uno de los procesos más emblemáticos de la nueva democracia.

Así, Berríos quedó librado a sus custodios.

Secuestro en Parque del Plata. ¿Fue el coronel Timmermann, de Inteligencia, el que dio el aviso de que Berríos intentaba entregarse en la embajada? Hasta hoy lo niega. Pero el químico fue sacado de Montevideo y

llevado a 50 kilómetros de la capital, al Balneario Parque del Plata, un solitario y apacible paraje en donde las casas están muy separadas unas de otras y con bosques frondosos por doquier. En ese cuadro el químico, amante de la vida nocturna y urbana y en estado de ansiedad aguda se sintió acosado al extremo.

El 15 de noviembre el “paquete”, como lo llamaban sus custodios, logró huir de sus captores y solicitó protección en una casa vecina habitada por un oficial de la Marina retirado. Este, acompañado por su esposa, decide llevarlo hasta la comisaría más cercana.

-Estoy secuestrado por militares chilenos y uruguayos. El general Pinochet ordenó matarme -gritó el hombre en estado de agitación aguda que se presentó ante el Comisario Elbio Hernández Marrero, jefe de la Seccional 24 Parque del Plata de la Policía Nacional.

No tuvo mucho tiempo para reaccionar el comisario. Cuando Berríos terminó de decirle que ha ingresado al país con documentación falsa y que debe ser detenido, llegó a la comisaría el teniente coronel Eduardo Radaelli. Tras identificarse, su alegato fue corto y preciso: “Entrégueme a este hombre pues no está en sus cabales, delira y hay que someterlo a tratamiento”. El comisario dudó. Radaelli, cada vez con más premura, insiste. Hernández sigue dubitativo. Radaelli llama por teléfono. Ingresa a la comisaría el teniente coronel Tomás Casella. También se identifica y con voz autoritaria exige la entrega. Otros hombres llegan detrás de Casella. La tensión crece minuto a minuto.

Y Hernández encuentra una salida. Dice que antes de entregarlo debe someter al individuo a un chequeo médico para verificar si efectivamente está fuera de sus cabales. El mismo toma a Berríos de un brazo y lo conduce hasta el Policlínico de Parque del Plata.

El doctor Juan Ferrari se encuentra de turno. Alto, fornido, su rostro y su mirada transmiten una serenidad que amortigua el efecto de su porte. Si bien se asombra de ver llegar al comisario en persona, no lo expresa. Tampoco muestra extrañeza cuando ve que un grupo de individuos intenta ingresar a la sala de auscultación. Simplemente les cierra la puerta. Y allí el hombre se saca del calcetín papeles que le muestra junto con insistirle que él se llama en realidad Eugenio Berríos y que debe ser detenido pues ingresó al país con papeles falsificados, que lo ayude…  -Lo revisé cuidadosamente y no presentaba ningún cuadro de alteración mental. Tampoco había ingerido alcohol. Sólo denotaba mucha ansiedad, hablaba y hablaba y sus manos sudaban –dice el doctor Juan Ferreiro doce años más tarde.

Así lo certificó. También quedó inscrito en el libro de registro de consultas diarias. Y lo vio partir.

Hernández no pudo seguir dudando. Una llamada de sus superiores le ordenó que lo entregara de inmediato a los oficiales Casella y Radaelli.

Transcurrieron unos minutos. El doctor Ferrari ya auscultaba a otro paciente, cuando vio llegar intempestivamente a Berríos acompañado por dos hombres que ya había visto en el incidente previo. Berríos le agradeció su atención y le dijo que se quedara tranquilo, que estaba bien. Ferrari no entendió. La escena fue observada atentamente por los dos acompañantes. Juan Ferrari lo vio alejarse junto a los dos hombres. Y allí desapareció el rastro de Eugenio Berríos.

Diez años más tarde, en una sala de un tribunal chileno, el doctor Ferrari pudo identificar a los dos hombres que se llevaron esa tarde del 15 de noviembre de 1992 a Eugenio Berríos, cuando éste intentó inútilmente pedir auxilio: los mayores del Ejército chileno Arturo Silva Valdés y Jaime Torres Gacitúa.

Y aún cuando entonces se aplacó el escándalo, la histeria cundió en el equipo de militares chilenos y uruguayos que mantenían clandestino a Berríos. Existe al menos una prueba de ello. Al mediodía del mismo 15 de noviembre de 1992, en el mismo Balneario Parque del Plata y a escasas cinco cuadras de la casa donde mantenían retenido a Berríos, el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross vio a oficiales chilenos y uruguayos llegar presa de la agitación diciendo “el otro se escapó”. Con gran premura, Sanhueza fue rápidamente sacado de la residencia secundaria del oficial uruguayo Wellington Sarli Pose, ubicada en Calle 20 con Ferreira. No sólo estaba Berríos oculto, también Sanhueza gozaba de la “protección” del Ejército uruguayo.

Diez años después, el 16 de octubre, la jueza Olga Pérez enfrentó en un careo a Sanhueza con Arturo Valdés y Jaime Torres. Sanhueza contó en presencia de sus antiguos jefes todo lo que ocurrió ese día 15 de noviembre y el rol que cada uno tuvo. Los rostros de los otros dos ya no guardaron compostura y la amenaza de muerte surgió rauda e iracunda en presencia de la jueza.

Sin rastros del “paquete”.

Aunque resulte increíble, nada de lo que sucedió ese 15 de noviembre en Parque del Plata salió a la luz pública. Los servicios de inteligencia que controlaban la custodia de Berríos se encargaron de ello y de borrar todas sus huellas. Así, la habitación 202 que Berríos y Gladys Schmeisser ocuparon en el Hotel Hispanoamericano fue registrada por personal militar. De allí se llevaron una maleta además de incautar el registro de pasajeros.

Lo mismo ocurrió con el registro del Policlínico: la hoja donde figuraba Héctor Tulio Paredes fue arrancada por el director sin más explicación. Mientras que en la Comisaría desaparecería el libro que consigna la denuncia.

En el departamento de Pocitos también se hizo limpieza rápida. El conserje Luis Minguez vio cómo dos de los chilenos bajaron un día a las 9 horas aproximadamente con dos maletas grandes y un bolso. Extrañado, Minguez observó que cargaban el equipaje en un automóvil ubicado en la esquina y en otro más pequeño estacionado frente al edificio. Pero a Berríos no lo volvió a ver.

El 4 de febrero de 1993, Tomás Cassella viajó a Chile, pero fue directo a Punta Arenas. Veinte días más tarde el general Pinochet llegó a Uruguay. Allá lo recibió Casella. ¿De qué hablaron en esos días de relajo que incluyó un paseo por Punta del Este? Resulta difícil que Berríos no haya sido tema siendo que dos de los hombres más cercanos a Pinochet y que formaban parte de su equipo de seguridad estuvieron con el químico hasta el fin: Arturo Silva Valdés y Jaime Torres Gacitúa.

El primero registra más de 500 viajes al exterior como jefe de seguridad de Pinochet. Se fue del Ejército en 1993 y de allí pasó a funciones de seguridad en el diario El Mercurio para luego convertirse en gerente y accionista de Vanward, una empresa de seguridad. El segundo estuvo 15 años a cargo de la seguridad de Pinochet. Fue él quien le llevó por tierra hasta Uruguay en ese preciso viaje en su automóvil blindado Mercedes Benz. El 16 de octubre de 1998 debió enfrentar el piquete de Scotland Yard que llegó a detener a Pinochet a la Clínica London, cuando éste se hallaba en recuperación de una operación a la columna y lo acompañó durante los 16 meses y 16 días que estuvo en ese país en detención domiciliario por el juicio en su contra iniciado por el juez español Baltasar Garzón. Torres ya era casi un hijo más de la familia y en esos días se convirtió también en el hombre que intentaba alegrarle la vida. Recientemente contó intimidades en un programa de TV. Como que la canción favorita del general en esos días de “cautiverio” era “Ladrillo está en la cárcel”, tango que él mismo le cantaba. Su retiro se produjo en el 2001, después del último intento de rebeldía de Pinochet: en diciembre del 2000, intentó resistir la orden dictada por el juez Juan Guzmán de someterse a los exámenes médicos para verificar si estaba o no en condiciones de resistir el proceso. Se atrincheró en su casa en Bucalemu y fue la intervención del entonces comandante en jefe del Ejército, general Ricardo Izurieta, acompañado por el general Juan Emilio Cheyre, actual comandante en jefe, la que lo convenció de deponer su actitud. Pero al llegar a la residencia costera, ambos generales se encontraron con la escolta militar en estado de alerta, bala pasada y lista para enfrentar a los representantes del Poder Judicial. Torres Gacitúa lideraba el equipo.

Uruguay bajo tutela.

De no ser por la carta anónima que un grupo de policías uruguayos envió a varios parlamentarios en junio del ’93, en la que se relataban los hechos acaecidos en Parque del Plata protagonizados por Eugenio Berríos, el grupo de militares chilenos y uruguayos que secuestró y asesinó a Berríos todavía seguiría en la impunidad. Allí se inició el escándalo que puso a prueba a la democracia uruguaya. Y en momentos en que el Presidente Lacalle iniciaba un viaje oficial a Gran Bretaña.

En la noche del domingo 6 de junio un comunicado firmado por dos ministros anunció “haber tomado conocimiento de un procedimiento realizado el 15 de noviembre de 1992 en Parque del Plata”, la destitución del jefe de la Policía de Canelones, coronel Ramón Rivas; y el inicio de una investigación administrativa que se radicó en el Ministerio de Defensa.

El 9 de junio, trece generales de Ejército encabezados por el comandante en jefe, general Juan Rebollo, se reunieron para analizar el caso y sus derivaciones. Prontamente hicieron trascender un mensaje: el caso está provocando gran “malestar” en las filas, lo que se agrava ante la posibilidad de que altos oficiales sean convocados por la apertura de un juicio civil, se habla de “agresión” a la institución y del rechazo a todo “revisionismo”. Este último es el término que utiliza la derecha y los militares para descalificar todo intento de crítica a la dictadura militar que terminó en 1985.

Lo grave es que a la reunión se unió el ministro de Defensa Mariano Brito, ante el cual los generales manifiestan su pleno respaldo a Rebollo y al jefe de Inteligencia Mario Aguerrondo. Y ante él exigen que sólo exista la posibilidad de una investigación en la justicia militar.

Seis horas duró la reunión deliberativa. A su regreso, el Presidente Lacalle se limitó a trasladar de funciones a Aguerrondo de la Dirección General de Informaciones y a aplicar una sanción a los dos oficiales involucrados: Radaelli y Cassella. El día 14 de junio, Lacalle concluyó: “Nosotros ya hemos adoptado la decisión que nos parecía apropiada. Creemos que es una circunstancia en la que acciones internas de Chile repercuten en nuestro país. Es un tema en el que no tenemos como nación ningún interés directo y debido a nuestra apreciación interna dispusimos el cambio de destino de un señor oficial general que estaba a cargo dentro del Ministerio de Defensa de las tareas de operaciones de Inteligencia”.

El “caso chileno”, según Lacalle había ya provocado la destitución de un jefe de policía, una asamblea deliberativa de generales, el retorno anticipado del propio Presidente Lacalle, la convocatoria de dos ministros al Parlamento y declaraciones de reafirmación del resguardo del sistema democrático ante amenazas de Golpe.

Si para algo sirvieron las cuatro sesiones especiales de las comisiones unidas de Constitución y Legislación más la de Defensa del Senado uruguayo sobre el caso Berríos, fue para que dos ministros -Mariano Brito y el canciller Sergio Abreu- informaran de dos destinos distintos de Berríos. El primero dijo que el coronel Tomás Casella le había informado que el señor Berríos “le telefoneó desde Porto Alegre, el 17 de noviembre de 1992 y que estaría actualmente en México”.

En cuanto a Abreu, mostró documentos recibidos por fax desde el Consulado de Uruguay en Milán con dos cartas atribuidas a Berríos fechadas el 10 de junio y acompañadas con una foto en la que aparecía Berríos leyendo un diario de la fecha.

El 26 de julio, una conversación entre Lacalle y Rebollo puso punto final al episodio. Berríos estaba vivo en otro país, el problema era chileno, no habría juicio real y quedó en evidencia que el Presidente no podía remover a los militares comprometidos en algún ilícito. Se demostró así la existencia de un poder militar paralelo en concomitancia con otro chileno facultado para secuestrar y falsificar documentos sin dar cuentas a nadie.

En el proceso que se lleva en Chile están los testimonios de quienes afirman haber informado al Ministro del Interior Juan Andrés Ramírez de múltiples hechos que rodean el caso así como de sus comentarios: “Que no se hable más de esto”. Pero Berríos resultó más porfiado que sus asesinos. Su cuerpo apareció el 13 de abril del ’95 en una localidad que queda a medio camino entre Montevideo y Parque del Plata. Allí comenzó otra historia: la obstrucción a la justicia chilena. Olga Pérez debió sortear todas las trabas impuestas por el presidente de la Corte Suprema de Uruguay para hacerse de pruebas y obtener, por ejemplo, la identificación definitiva de los restos. Ni hablar del rechazo sistemático de todas las diligencias precisas solicitadas por la jueza chilena.

Berríos fue asesinado por dos manos: una uruguaya y otra chilena, para sellar el pacto y amarrar complicidades. El cráneo presenta dos orificios sin salida de proyectil de un arma de fuego calibre 9 milímetros, compatibles con un revólver Mágnum 357; las balas las tiene en su poder Álvaro Gustavo González, juez letrado del segundo turno de Pando, así como el examen de las vestimentas que portaba el cuerpo. La causa de muerte: herida encéfalo craneana por impacto de proyectil. El cuerpo estaba amarrado de pies y manos y los análisis indican que después de ejecutado fue metido en un saco grueso y amarrado con una soga. Que no quedaran huellas.

El hombre que afirmaba poder matar a todo Buenos Aires con su gas Sarín o sus bacterias, del mismo modo que probó asesinar a varios opositores con los mismos métodos, ya no estaba para molestar a nadie con sus secretos.

La jueza Olga Pérez y el equipo de policías chilenos logró armar el puzzle y procesar a los principales inculpados chilenos, todos en retiro. Los uruguayos están todos en servicio activo con excepción de Tomás Casella. Ahora se verá si Uruguay aún está bajo tutela militar.


Jorge Rojas y los casetes secretos de Berríos: “Son fundamentales para reconstruir su macabro paso por la DINA”

Fuente :eldesconcierto.cl,17 de Septiembre 2023

Categoría : Prensa

Más de 25 cintas guardadas celosamente, una historia con más sombras que luces y un personajes que bien podría ser el protagonista de una serie de Netflix, son los ingredientes usados por Alberto Arellano y Jorge Rojas, periodistas del Centro de Investigación Y Proyectos Periodísticaos de la Universidad Diego Portales, para dar vida a un podcast brillante sobre los últimos días de Eugenio Berríos, el químico que mantuvo en vilo a la dictadura hasta que lograron silenciarlo.

Berríos no sólo fue Berríos, también fue Hermes Castro y Tulio Orellana, dos nombres o “chapas” que utilizó en su paso por la DINA. El químico encargado de la elaboración del gas sarín, murió probablemente asesinado por saber más de la cuenta. Ese tránsito clandestino que lo llenó en un momento de orgullo, fue también su perdición.

Tras abandonar la policía secreta de Pinochet, el químico inició su propio camino al infierno. Dispuesto a rehacer su vida, buscando emprender o incursionando en la venta de narcóticos, sin éxito, Berríos terminó por sucumbir ante la bohemia ochentera y sus peligrosos personajes.

Así, inseguro de estar vivo al día siguiente, comenzó a grabar sus conversaciones personales con una galería inusual de personajes, desde narcotraficantes a prestamistas, buscando quien sabe qué pruebas en  en un estado de absoluta desesperación.

-Lo primero que llama la atención es precisamente el hallazgo. ¿Cómo llegaron a este material inédito?
A comienzos de año, cuatro exagentes de la DINA fueron procesados por el asesinato del conservador de bienes raíces de Santiago, Renato León Zenteno, a quien la DINA mató con gas sarín, surgió una información referente a que la esposa de Berríos, Gladys Schmeisser, en la década del 90, había entregado a la justicia varios casetes donde su esposo se grababa. Ahí comenzó la búsqueda de ese material de archivo, primero intentando dar con la fuente que los tenía y luego haciendo un trabajo de confianza para conseguirlos. Durante varios meses en el CIP nos sumergimos en el expediente policial del caso (más de diez tomos) hasta que obtuvimos las cintas. Luego de escucharlas tomamos la decisión de que este material tenía que convertirse en un podcast, porque era el espacio natural donde estos casetes debían escucharse.

-Como en toda historia de malvados, siempre hay persecutores. ¿Cuál fue la verdadera contribución del policía Nelson Jofré en esta historia?
Nelson Jofré formó parte de un equipo de detectives de la Policía de Investigaciones que a fines de 1991 comenzó a buscar a Eugenio Berríos para llevarlo a declarar ante el juez Adolfo Bañados, que entonces investigaba el asesinato de Orlando Letelier, ocurrido en Estados Unidos en 1976. En el desarrollo de esa búsqueda, Jofré interrogó al círculo cercano del químico -sus padres, su esposa y sus amigos- y cada vez que conversaba con ellos, él grababa esas conversaciones para luego traspasar esa información a las declaraciones. Aquellas cintas, más las que grababa Berríos, nos dieron una perspectiva muy amplia de lo que ocurrió antes y después de su desaparición.

-De Berríos se ha hablado bastante, incluso hay libros sobre su vida, ¿Cuál crees que es la importancia de estos casetes en la reconstrucción del personaje?
Lo primero es que los casetes permiten entrar en la cabeza de un personaje que prestó muy pocas declaraciones. Diría que funcionan incluso como un diario de vida, porque hay mucha intimidad en esos relatos. Este material de archivo fue fundamental para reconstruir la historia del bioquímico en todas sus dimensiones, partiendo, por su puesto, por su macabro paso por la DINA y sus vínculos con grupos terroristas como Patria y Libertad. Lo segundo es que Berríos era una persona que guardaba secretos, de los más oscuros de la dictadura y por eso había sido citado a declarar. Estos casetes permiten asomarnos a lo que Berríos podría haber declarado, porque hay un par de cintas donde habla con algunos conocidos sobre lo que hizo en la casa de Lo Curro junto a Michael Townley. Es decir, estas cintas son el único registro de una parte de los secretos que el químico guardaba. El resto nunca lo vamos a saber.

-¿Por qué crees que Berríos grababa sus conversaciones? ¿Qué hay detrás de esa decisión?
No hay una respuesta concreta. Esa pregunta nos surgió después de escuchar las cintas y sobre eso tenemos interpretaciones. La que más nos convence es que Berríos se grababa para dejar registro de sus acciones porque se sentía perseguido por varias personas. Entre ellas, por ejemplo, un grupo de prestamistas, a quienes Berríos les debía mucho dinero y les tenía bastante miedo. Uno de ellos, de hecho, lo secuestró a comienzos de 1991. La otra razón por la que se grababa es que comenzó a vincularse con una red de narcotraficantes peruanos que comenzaba a operar en Chile, a quienes quiso denunciar ante la DEA a cambio de que lo sacaran del país como testigo protegido, para evitar las deudas. Al final, lo que Berríos quería era eso: abandonar Chile para no pagar.

La historia de Berríos parece articulada por un descenso al infierno. Un mérito del podcast es precisamente relatar ese viaje sin retorno. ¿cómo reconstruyeron el círculo de amistades y fiestas que rodearon al exquímico de la Dina?
Todo está reconstruido a partir de las cintas, las que dan cuenta precisamente de eso: que Eugenio Berríos fue perdiendo el control de su vida de manera sostenida, y eso no solo lo dejó en la ruina económica, sino que en una decadencia estructural. Eso es lo que el podcast desarrolla en los tres primeros capítulos: la caída vertiginosa. A veces uno cree que ya no hay más por dónde el personaje pueda sorprender, pero siempre hay más oscuridad.

“Salvar a un hombre por lo que sabe”

-Hay otro punto interesante que es el abandono del personaje después de trabajar en la DINA y la paranoia constante por una eventual revancha en su contra. Berríos incluso dice no se explica cómo todavía está vivo. ¿Qué piensas de esta sensación que atraviesa durante los últimos años de su vida?
Hasta que desaparece en octubre de 1991, a Eugenio Berríos no le preocupaba lo que la DINA, o lo que quedaba de las cenizas de la dictadura, pudiesen hacer con él. Había sobrevivido toda la década del 80 sin que eso fuese un problema, aun cuando era una persona que no dudaba en contarle a cualquier desconocido todo lo que había hecho para el régimen. El asunto se salió de control precisamente cuando lo llamaron a declarar. Fue ahí que la inteligencia del Ejército no tuvo ninguna duda de que Berríos, que era un civil que no respetaba ningún pacto de silencio, contaría todo lo que sabía a un juez. Y lo hicieron desparecer en una operación de encubrimiento en la que se incluyó a otros agentes que también guardaban secretos.

-Después de participar en la Dina, la vida de Berríos se precipita en un completo tobogán, intentando rehacer su vida económica, gastando más de la cuenta, inventando negocios e incluso llegando a vivir nuevamente con sus padres. ¿Háblame de ese periodo oscuro?
Después de salir de la DINA Berríos queda sin dinero. Era una persona acostumbrada a “vivir a lo grande”: le gustaba comer en restaurantes, invitar a amigos, irse de fiesta con ellos, y consumir alcohol y cocaína a destajo. ¿Cómo financiaba eso? Principalmente con dinero prestado, porque fracasó en cada uno de los emprendimientos que intentó realizar, entre ellos un extracto de boldo que comercializaba como un tónico para problemas gástricos o el aceite de rosa mosqueta. A tal punto llegó su debacle, que intentando escaparse de los usureros, a fines de los 80 se fue a vivir Viña del Mar, a un departamento que le pagaba su padre y luego regresó a Santiago a vivir con él.

-En esa misma etapa, Berríos se introduce en el narcotráfico, empieza a fabricar metanfetaminas y termina contactando a la DEA para transformarse en delator. Son estos hechos los que hablan de su desesperación y su fallida estrategia de subirse a cualquier “micro”.
Sí, la DEA fue su última carta. En la casa de sus padres Berríos comenzó a fabricar anfetaminas, en un laboratorio que instaló en el subsuelo. También se dedicó al menudeo de cocaína. En ese negocio se vinculó con una red de narcos peruanos que comenzaba a asentarse en Chile y a quienes intenta denunciar ante la DEA, con la condición de que lo sacaran del país como testigo protegida. Por supuesto, no le resultó. En las cintas de ese periodo se lo escucha temeroso y desesperado.

-¿Qué fue lo más difícil del trabajo y que valor tiene como experiencia trabajar con material inédito en el marco de los 50 años del golpe?
Fue un proceso complejo, por los tiempos, pero una vez que tuvimos acceso a las cintas todo salió de manera más o menos expedita. Eso ocurrió, en parte, porque hubo que tomar decisiones previas a la escritura de los guiones, que, de alguna manera, fueron acertadas. Por ejemplo, ¿hasta dónde debíamos contar la historia de Berríos? La respuesta siempre estaba en las cintas: contar hasta donde los casetes lo permitiesen. ¿Por qué? Porque ese era el material más novedoso que teníamos, es lo que quieres escuchar.

-¿Y qué sería lo más novedoso del material?
Diría que lo más relevante es que estas cintas permiten contar la historia de Eugenio Berríos con matices, intimidad y bastantes capas de profundidad, lejos de la caricatura. El resultado es un perfil de un hombre siniestro, que permite explicar las macabras prácticas de la dictadura, como matar con gas sarín, pero también la de una persona rodeada de un círculo de delincuentes y charlatanes con los que frecuentaba la bohemia santiaguina ochentera, su decadencia, a ratos incluso con un toque siniestro humor. Y luego, en democracia, las cintas permiten contar como Augusto Pinochet, a través del Batallón de Inteligencia del Ejército, intentó encubrir y acallar cualquier atisbo de justicia que pudiese terminar con él en la cárcel. Al final, cuando Berríos está desaparecido y el policía Nelson Jofré lo está buscando uno se pregunta: ¿por qué hay que salvar a Eugenio Berríos? Y la respuesta es contradictoria: Berríos es un hombre que guardaba secretos sobre los actos más letales de la dictadura, no es salvarlo por qué sí, es salvar a un hombre por lo que sabe.

por Claudio Pizarro